sábado, 18 de octubre de 2014

Deukalion y Pyrrha


Durante la era de bronce, Zeus, amo del universo, enterado de los horrendos crímenes y pecados que cometían los humanos, decidió bajar a la tierra disfrazado de hombre para verificar personalmente la situación. Así ataviado, rondó por entre la gente constatando que las versiones que le habían llegado, eran sólo un pálido reflejo de lo que en realidad ocurría sobre la faz de la tierra.

Una noche se presentó en el castillo del rey Lykaon, conocido por su gran crueldad. Por medio de algunos signos milagrosos puso de manifiesto la presencia de un dios, por lo que los presentes, casi en su totalidad, se postraron ante él para adorarlo. Lykaon en cambio, pedante y altanero, se mofó ruinmente de las religiosas plegarias de su pueblo diciendo que pondría a prueba al impostor, aunque en su interior ya había decidido sorprender al forastero con una muerte inesperada durante su sueño nocturno. Para ello, sacrificó a un pobre esclavo que le había enviado el pueblo de los Molosos y preparó con el una comida que sirvió al dios como cena.

Zeus que había leído sus pensamientos, se levantó de la mesa furioso, elevó sus ojos al cielo e hizo caer un gran fuego vengador, destruyendo el castillo del rey. Lykaon huyó atropelladamente al campo abierto aullando de dolor, sus encendidas vestimentas se convirtieron en girones ardientes, sus brazos se transformaron en patas, y tras breves instantes, todo él quedó transformado en un lobo sediento de sangre.

Tras regresar al Olimpo decidió celebrar consejo con los demás dioses, quienes, unánimemente decidieron exterminar al género humano. Ya pensaban en derramar sobre todos los pueblos los relámpagos fabricados los Cíclopes, pero por temor a incendiar el éter del universo se dejó de lado esa idea; en lugar de ello decidieron derramar sobre la tierra una lluvia torrencial que ahogase a los mortales. Al instante tanto el viento norte como todos los otros vientos que despejan las nubes quedaron encerrados en las cuevas de Eolo, soplando sólo, y a su antojo, el viento sur. Eolo mismo voló en grandes volutas hacia la superficie de la tierra, cubriéndola con su fiera oscuridad. Sus barbas formaron espesas nubes de las cuales goteaba la lluvia. Densas nieblas cubrían su frente y de su pecho manaban imponentes chorros de agua. El viento sur cubrió el cielo, los sembradíos se doblegaron ante la tormenta, con lo cual se perdió toda esperanza al desaparecer el fruto de todo un año de trabajo. También Posseidon hermano de Zeus, vino a colaborar en las obras de destrucción; ordenando a los ríos soltar las riendas de las corrientes para que caigan sobre las casas y destruyan los diques. Posseidon mismo perforó la tierra con su tridente, abriendo el paso a las corrientes subterráneas que de esta manera alcanzaron las llanuras, cubriendo campos, arrancando árboles, casas y templos, y si en algún lugar quedaba en pie algún palacio, pronto el agua lo cubría por completo, quedando así, ocultas bajo el agua, las más altas torres de las ciudades. Al poco tiempo el mar y la tierra no podían diferenciarse. Los hombres trataban de salvarse del desastre de las formas más diversas; algunos escalaban altas montañas, otros se embarcaban en pontones, remando sobre los techos de sus casas y viñedos. Los peces quedaban atrapados y morían entre las ramas de los árboles, los jabalíes, los ciervos; todo fue alcanzado por las aguas. Pueblos enteros fueron arrasados y lo poco que se salvaba del diluvio, moría de inanición sobre las yermas cumbres rocosas.

Una de tales cumbres, compuesta por dos cúspides, asomaba por sobre las aguas en la tierra de Phokis. Era el monte Parmassos. Hacia allí se dirigió Deukalion junto a su esposa Pyrrha, quienes habían sido alertados y provistos de una barca por Prometeo, padre de Deukalion.

No se había visto jamás hombre ni mujer alguna que los supere en cualidades y en temor a los dioses. Zeus, contemplando desde el cielo su obra destructiva, la consideró cumplida; de millones de parejas humanas sólo había quedado esta, ambos inocentes, ambos dignos sucesores de la divinidad.

Entonces decidió liberar el viento norte, disolvió los negros nubarrones e hizo desaparecer la niebla, volviendo a diferenciarse el cielo de la tierra. También Posseidon, dios de los mares, bajó su tridente, ocupándose de apaciguar las corrientes. El mar retornó a sus orillas y los ríos a sus lechos. Los bosques comenzaron a mostrar las copas de los árboles cubiertas de fango, luego fueron apareciendo colinas y finalmente también las llanuras, hasta que la tierra quedó tal cual era antes del diluvio.

Deukalion miró a su alrededor, la tierra estaba devastada y envuelta en un mortal manto de silencio. Rompió a llorar y dirigiéndose a su mujer le dijo:
-¡Querida esposa, única compañera! Hasta dónde alcanzan a ver mis ojos, no puedo ver rastro de vida alguno, sólo nosotros poblamos el mundo, todos los demás han desaparecido bajo las aguas. Pero tampoco nosotros tenemos la vida asegurada, cada nube que veo asusta mi alma y aunque haya pasado todo peligro, ¿que hemos de hacer nosotros solos con esta tierra abandonada? ¡Ojalá mi padre, Prometeo, me hubiese enseñado el arte de crear la vida e infundir el alma al barro moldeado!-

Dicho esto la pareja abandonada volvió a romper en sollozos, de rodillas frente a un semidestruido altar erigido a la diosa Themis, rogando a los espíritus celestiales que se compadeciesen de ellos.
-Dinos, oh diosa, ¿de qué manera podemos recomponer nuestra raza extinta?
¡Ayuda al mundo sumergido en esta desgracia a recomponerse!-

-¡Dejad mi altar!- sonó la voz de la diosa con tono imperativo, -¡Cubrid vuestras cabezas y arrojad a vuestras espaldas los huesos de vuestra madre!-

Largo rato quedaron azorados por este incomprensible mensaje divino.

Pyrrha, dirigiéndose a la diosa, habló primero:
-¡Disculpadme, oh diosa altísima, si siento escalofríos y no cumplo con tu voluntad por no ensombrecer el recuerdo de mis padres arrojando tras de mí sus restos!-

En ese preciso momento un relámpago de lucidez iluminó la mente de Deukalion, quien calmó a su mujer diciendo:
-No temas, Pyrra, creo que lo expresado por la diosa no contiene ofensa alguna. ¡Nuestra gran madre es la tierra y sus huesos son las piedras, y son ellas, Pyrrha, las que debemos arrojar a nuestras espaldas!-

Por largo rato ambos quedaron pensando en esa posibilidad, pero finalmente se dijeron que nada había de malo en probar, y cubriendo su cabeza con parte de sus vestimentas comenzaron a arrojar piedras tras de sí, tal como les había sido ordenado.

Se produjo entonces el gran milagro. Las piedras comenzaron a perder lo pétreo de su consistencia, comenzaron a crecer, a tomar forma, y lentamente fueron apareciendo las primeras figuras humanas. Toscas, similares a las primeras obras que realiza un escultor de mármol, lo húmedo o lo arcilloso que había en las piedras se transformó en carne, lo duro y resistente en hueso. Las nervaduras en arteriolas, nervios y vasos sanguíneos. De esta manera, con la ayuda de los dioses y en poco tiempo las piedras arrojadas por el hombre se trocaban en hombres y las arrojadas por la mujer en mujeres.

La raza humana no niega éste, su origen.
Es una raza dura y útil para el trabajo, que a cada instante nos recuerda cual es la materia que la constituye y su procedencia.

Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".