miércoles, 3 de diciembre de 2014

Kadmos (Hermano de Europa)

Kadmos era hijo del rey Agenor y hermano de Europa. Cuando Zeus, convertido en toro hubo raptado a ésta, Agenor envió a Kadmos y sus hermanos en su búsqueda, prohibiéndoles regresar sin haberla encontrado. Durante mucho tiempo Kadmos buscó en vano por todo el mundo sin poder descubrir la artimaña de Zeus. Ya perdida toda esperanza de reencontrar a su hermana y temiendo la ira de su padre por regresar sin ella, se dirigió al oráculo de Apolo, para averiguar qué tierras debía habitar de allí en más.
El oráculo le hizo llegar el siguiente mensaje:

-Encontrarás, en pradera solitaria, una vaca que aún no ha conocido yugo alguno. Déjate guiar por ella y en el lugar que se eche, construirás una ciudad, que llamarás Thebas.-
Apenas hubo abandonado el oráculo, vio sobre la verde pradera aledaña una vaca que no presentaba signos de haber servido al trabajo. En silencio y rezando a Apolo, Kadmos siguió a paso lento el andar del animal; vadeó el río Kephissos y luego de haber recorrido un largo trecho por el país la vaca se detuvo repentinamente, alzó la vista al cielo llenando el aire con un largo mugido, se dio vuelta como observando a la muchedumbre que la seguía y se recostó sobre los ondulantes pastos.
Lleno de agradecimiento, Kadmos se arrojó al suelo besando la tierra. Inmediatamente decidió hacer una ofrenda de agua en honor a Zeus, enviando a algunos de sus sirvientes a buscarla. En un claro del espeso bosque cercano, jamás tocado por hacha alguna, entre unas grandes rocas cubiertas por matorrales, había una cueva de la cual brotaba el agua cristalina de un manantial. Pero escondido en esa misma cueva, también habitaba un monstruoso dragón. Desde lejos podía verse su rojo crespón, sus fulgurantes ojos que lanzaban fuego y su cuerpo cubierto de escamas venenosas. Su lengua trífida echaba vapor y sus mandíbulas estaban provistas de tres hileras de dientes.
Cuando la comitiva del rey fenicio hubo llegado a la aguada arrojó sus recipientes al agua para llenarlos. Al instante, el horrible monstruo azul sacó la cabeza de la cueva bramando terroríficamente y espantando a los sirvientes que, abandonando los recipientes y con la sangre helada en las venas, huyeron del lugar. El dragón se enroscó sobre sus propios anillos escamados, se arqueó dando un salto y erguido observó el bosque desde la altura. Luego saltó sobre los fenicios y los mató; a unos con su brutal mordedura, a otros con su cuerpo, por constricción, y a otros con su aliento asfixiante.
Kadmos extrañado por la tardanza de sus enviados, se puso en marcha para buscarlos personalmente, cubriéndose con una piel de león y armado con su lanza y su tridente. Ni bien llegó al claro descubrió horrorizado los cuerpos de sus compañeros muertos y sobre ellos, erguido y triunfante, su enemigo el dragón con la lengua teñida en sangre.
-¡Pobres compañeros, -exclamó Kadmos- seré vuestro vengador, o bien compartiré vuestra suerte!-
Con estas palabras tomó una gran roca y se la lanzó al dragón. Tan grande era la roca que hubiese podido hacer temblar muros y torres fortificadas, pero el dragón quedó indemne, dado que sus duras escamas lo protegían eficazmente. Entonces el héroe intentó con el tridente. Este atravesó la coraza de la bestia y su punta de hierro lo perforó hiriéndolo profundamente. Furiosa y dolorida la bestia volteó su cabeza destruyendo a dentelladas la vara del tridente, pero el hierro quedó en su cuerpo. Un corte con la espada aumentó aún más la ira del animal; se le abrió la boca de la cual surgió gran cantidad de espuma blanca. Se irguió cual un tronco y corrió chocando con su pecho contra los macisos árboles. Kadmos, el hijo de Antenor, esquivando el embate, se cubrió con la piel de león, conteniendo al dragón con su lanza. Por fin la bestia comenzó a sangrar por sus heridas, tiñiendo de rojo los pastos en derredor suyo. Aún así el dragón seguía oponiendo resistencia, esquivando los golpes de espada y de lanza. Finalmente Kadmos logró asestarle un golpe de espada atravesándole la garganta, de manera que la bestia cayó hacia atrás contra un robusto tronco en el cual quedó clavada.

El árbol se curvó por el peso del dragón y su tronco fue castigado por los postreros coletazos del animal. El enemigo estaba vencido.

Kadmos observó a la bestia muerta durante un largo rato. Cuando se volvió, vió que a sus espaldas se encontraba Pallas-Atenea que había bajado del Olimpo, quien le ordenó arar el suelo y sembrar inmediatamente los dientes del monstruo. Obedeciendo a la diosa, Kadmos abrió un surco con el arado y comenzó a sembrar los dientes del dragón, viendo como de pronto comenzaba a moverse el surco y a salir de él, primero una punta de lanza, luego un casco de guerra sobre el cual se veía un colorido penacho, luego fueron apareciendo los hombros, el pecho y los brazos armados; poco tiempo después el guerrero completo de pies a cabeza había surgido de las entrañas de la tierra. Esto ocurrió en numerosos lugares a un mismo tiempo. Ante los asombrados ojos del fenicio en poco tiempo creció toda la siembra de dientes de dragón realizada.
Kadmos se asustó y en primera instancia se preparó para enfrentar al nuevo enemigo surgido de la siembra, pero uno de estos hijos de la tierra le gritó: -¡No tomes las armas Kadmos, no intervengas en guerras internas!-
Inmediatamente, quien le había gritado tomó su espada y mató de un certero golpe al guerrero que más próximo se hallaba. A él mismo lo mató una lanza de otro que estaba a cierta distancia, y también a este lo alcanzó el golpe mortal de la espada de uno que segó su vida al primer aliento. Todo el grupo de soldados combatía entre sí. Al rato la mayoría de los guerreros quedó tendida en el suelo regando con su sangre la

madre tierra. Sólo habían quedado cinco. Uno de ellos (más adelante fue llamado Echión) fue le primero en dejar las armas por orden de Atenea, ofreciéndose a la paz. A él se le agregaron los restantes.
Con estos cinco guerreros surgidos de las entrañas de la tierra, el fenicio Kadmos, cumpliendo los designios del oráculo de Apolo, construyó una ciudad a la que llamó Tebas como le había sido ordenado.

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Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".