sábado, 24 de enero de 2015

Phaeton

Construido sobre portentosas columnas se encontraba el castillo real del dios del sol, centelleante de oro y carbunclo.

Los capiteles más altos estaban cubiertos con brillante marfil y los portales dobles reflejaban el brillo de la plata sobre la cual podían verse las más maravillosas historias mitológicas, gracias a un exquisito trabajo de orfebrería.

A este palacio se apersonó Phaeton, hijo del dios solar, Phaebos, pidiendo hablar con su padre; por supuesto, a determinada distancia, pues no podía aproximársele demasiado debido a su insoportable radiación. Phaebos, envuelto en una capa púrpura, estaba sentado en su trono adornado con brillantes y esmeraldas. A su derecha e izquierda lo acompañaba, ordenado, su séquito: el día, el mes, el año, la centuria, el milenio, y sus ancestros, la juvenil primavera con su corona de flores, el verano con su corona de espigas, el otoño del color del vino y el helado invierno con su blanca cabellera. Sentado en medio, con sus ojos clarividentes, Phaebos inmediatamente reconoció al joven, quien no salía de su asombro al ver a todos estos personajes juntos.
-¿Cuál es el motivo de tu visita?-preguntó el padre-¿Qué te trae al palacio de tu padre celestial, querido hijo?-


-Honorable padre, -contestó Phaeton- en la tierra se ríen de mí e insultan a mi madre Klymene. Dicen que miento sobre mi origen celestial y que sólo soy el hijo de un ignoto mortal. Por ello vengo a solicitarte una pequeña prueba que me acredite ante todo el mundo como hijo tuyo.-

Phaebos se quitó los rayos que le coronaban la frente y dejó que el joven se acercase. Lo abrazó y le dijo: -Tu madre, Klymene, te ha dicho la verdad hijo mío, y yo jamás te negaré ante el mundo. Por eso, y para alejar toda duda, puedes pedir el deseo que quieras. Yo juro por el Styx, el río subterráneo por el que juran los dioses, que he de cumplir tu deseo, sea cual fuere.-

Casi sin dejar finalizar a su padre Phaeton respondió: -¡Entonces concédeme mi más ardiente deseo y déjame conducir el carro solar! ¡Sólo por un día!-

Pavor y arrepentimiento por haber jurado conceder el deseo cubrieron la faz del dios. Tres o cuatro veces movió negativamente la cabeza y finalmente exclamó: -¡Oh, hijo mío, me has hecho prometer una locura! Tú reclamas un trabajo para el cual tus fuerzas son absolutamente insuficientes; eres demasiado joven, eres mortal, ¡lo que tú deseas es trabajo de inmortales! Tú pides incluso más de lo que le está permitido a otros dioses porque, excepto yo, ninguno de ellos puede permanecer parado sobre la carroza centelleante.

El recorrido que debe hacer mi carro es muy empinado, con gran esfuerzo los briosos corceles lo conducen en la temprana mañana en su camino ascendente.
El centro del recorrido es el cenit de los cielos, créeme, cuando estoy a tal altura, hasta a mí me asalta el terror y mi cabeza es amenazada por mareos cuando miro hacia abajo, a las profundidades, viendo tan alejados el mar y las tierras.
Al final del camino se requiere una conducción firme y segura.
La diosa Thetis misma, que está dispuesta a recibirme en sus turbulentas aguas, teme que pueda ser arrojado a los fondos marinos. Además, ten en cuenta que el cielo se encuentra en constante rotación y yo debo hacer frente a ese inmenso flujo.

Dime, hijo, ¿cómo enfrentarías esos escollos, aún cuando te diese el carruaje?

Por eso, amado hijo, no me pidas un deseo tan terrible y piensa en algo mejor mientras aún haya tiempo.

¡Oh, si pudieses penetrar mis ojos y ver el asustado corazón de tu padre! Observa mi rostro atemorizado. Pídeme cualquier otra cosa que desees, del cielo o de la tierra, te juro por el Styx que la tendrás, pero por favor, no me atormentes más con semejante pedido.-

Obstinado, el joven no quiso escuchar las súplicas, y su padre ya había prestado el juramento.

Así las cosas, Phaebos tomó a su hijo de la mano y lo llevó al carro solar, una obra maestra de Hephaestos. El eje, la lanza y la corona de las ruedas eran de oro, los rayos de plata y en el cuadro centelleaban diamantes y rubíes. Mientras Phaeton admiraba el portentoso trabajo, en el este comenzó a hacerse notar el inminente amanecer con su portal rojo púrpura. Las estrellas iban desapareciendo lentamente y por último el lucero del alba lentamente abandonaba su puesto celestial. Phaebos había dado la orden de preparar los caballos, que cubiertos con ambrosía, eran llevados desde las caballerizas para ser atados al carruaje.
Mientras esto sucedía, el dios cubría la cara de su hijo con una crema protectora que haría tolerable el calor de las llamas. Luego le colocó la corona de rayos y entre suspiros le dijo:


-Hijo, cuídame los rayos. Lleva firmes las riendas pues los caballos corren solos y cuesta trabajo guiarlos durante el vuelo. El camino es una curva gigantesca, debes evitar el polo sur y el norte. Debes vigilar constantemente los carriles y las ruedas. No bajes demasiado, pues la tierra se incendiará. No vueles demasiado alto o se incendiará el éter del universo. ¡Ve, la oscuridad huye! … Pero aún es tiempo, toma consciencia. ¡Déjame el carro y quédate como espectador aquí en la tierra!-


Sin embargo el joven no quiso oír consejo alguno y de un salto subió al carro, ansioso por tomar las riendas, agradeciendo escuetamente el favor a su preocupado padre.


Entre tanto los caballos alados ya llenaban el aire con sus relinchos ígneos, y Thetis, la madre de Klymenes, sin saber sobre la situación de su nieto, abrió las cortinas y el mundo apareció ante el muchacho sumido en el espacio infinito. Los caballos tomaron por el camino de ascenso abriendo la niebla matutina que los precedía y al sentir que no llevaban la carga acostumbrada, igual que los barcos que se balancean, comenzaron a hacer cabriolas en el aire.
El carro había subido a las alturas y recorría el camino cual si estuviese vacío; al notarlo, los corceles comenzaron a correr alocadamente abandonando los caminos habituales. Phaeton comenzó a temblar, no sabía hacia dónde dirigir las riendas, no conocía el camino y no lograba dominar los briosos caballos.
Cuando el infeliz mortal dirigió su mirada hacia abajo, vio los distintos países desde la altura, empalideció, lo asaltó el terror y sintió sus rodillas temblar. Miró hacia atrás. Ya había mucho cielo recorrido, pero más cielo por recorrer. Evaluó ambas cosas sin saber qué hacer. Fijó su ojos en el infinito sin soltar las riendas, pero tampoco guiando el carruaje, quiso llamar a los caballos pero no sabía sus nombres; con espanto comenzó a ver cada vez más cerca las constelaciones que colgaban del cielo en su traje de noche. Entonces, dominado por la desesperación, soltó las riendas, que flojas tocaron las ancas de los caballos haciendo que estos se desbocaran buscando desconocidos caminos laterales.
Ya subían a las alturas, ya volaban demasiado bajo, ya golpeaban contra las estrellas fijas, ya caían sobre los caminos próximos a la tierra, o tocaban la primera capa de nubes evaporándola al instante. Repentinamente el carruaje comenzó a perder altura y, fuera de control, se acercó a una zona montañosa. El suelo incandescente repentinamente se agrietó, saliendo de su interior todos sus humores. El pasto de las praderas se secó coloreándose de amarillo primero e incendiándose después; a su paso se incendiaban los bosques y las llanuras, se quemaron las cosechas e infinidad de ciudades quedaron arrasadas por el fuego. Países enteros con sus poblaciones desaparecieron. Colinas, bosques y montañas ardían por doquier.

Se dice que en aquel entonces también los pantanos se secaron. Los ríos se evaporaron o retornaron presurosos a sus manantiales, el mar mismo desapareció y se convirtió en salitral. Por todos lados Phaeton vio incendiarse la tierra y pronto el calor se le hizo insoportable a él mismo. El aire caliente se le hacía irrespirable y sentía como el carruaje ardía bajo sus pies, ya no podía soportar el humo y las cenizas que se elevaban desde la tierra. Las tinieblas lo rodearon, los caballos llevaban el carruaje a su antojo, hasta que el fuego finalmente tomó sus crines, cayendo el carruaje envuelto en llamas cual si fuese una estrella fugaz, lejos de su patria, al ancho río Eridamos.

Phaebos, que debió presenciar el triste espectáculo, volvió su rostro lleno de punzante dolor. En aquellos tiempos se dice que pasó todo un día terrestre sin luz solar. El terrible incendio lo iluminaba todo por sí mismo.


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Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".