viernes, 1 de agosto de 2014

Las eras humanas













Los primeros hombres creados por los dioses fueron los de la llamada generación áurea, y poblaron la tierra mientras Cronos (Saturno) dominaba el cielo: despreocupados, semejantes a los dioses mismos, y desconociendo por completo el trabajo y las obligaciones. Tampoco les eran conocidas las penurias de la edad, siempre fuertes y robustos, vivían felices ajenos a todo mal. Los dioses los amaban y les proveían grandes rebaños y riquezas en inmensas praderas. Cuando debían morir, simplemente caían en un sueño profundo y eterno. Durante su vida terrena poseían todos los bienes imaginables, pues la madre tierra les proveía gratuitamente y en exceso todo tipo de frutos y materiales. Así, en paz y provistos de todo, cumplían su rutina diaria. Al terminar su vida terrenal y en virtud de lo determinado por el destino, se transformaban en piadosos dioses protectores, cuya misión era la de deambular alrededor de la tierra envueltos en una espesa capa de niebla, distribuyendo bendiciones, impartiendo justicia y vengando todo pecado.

A esta primera generación, luego de la revolución celestial encabezada por Zeus, que destronó a la antigua dinastía divina, le sucedió la generación argéntea. Estos hombres eran muy distintos a los de la generación anterior, tanto en lo corporal como en lo sentimental. Durante cien años, los niños crecían como infantes bajo el cuidado materno sin abandonar la morada paterna, y cuando al fin alcanzaban la pubertad, les quedaba sólo un breve período para vivir. Esta segunda generación humana cayó en desgracia por las acciones irresponsables propias de su inmadurez, pues al no poder sobrellevar sus males, pecaban amargamente unos contra otros. Tampoco se dignaron a honrar a los dioses ofreciendo sacrificios, por lo cual Zeus, quien detestaba que le mezquinasen la debida reverencia, decidió hacerlos desaparecer de la faz de la tierra. Aun así estos hombres no estaban exentos de virtudes como para merecer algo de gloria luego de su existencia terrenal, por lo que se les permitió deambular por la tierra en forma de demonios mortales.

Zeus, padre de todos los dioses, creó entonces una tercera generación: la generación de bronce. Esta también difería de la anterior, crueles, violentos, siempre inclinados a los negocios de la guerra, pensando en infringir el peor  de los daños al prójimo, se negaban a comer de los frutos del agro alimentándose sólo de carne animal. Su terquedad era dura cual diamante, su configuración corpórea increíblemente robusta: de sus hombros nacían cuatro brazos a los que nadie jamás debía acercarse. Sus armas así como sus viviendas eran de cerámica porque en aquel tiempo aún no se conocía el hierro. Pasaban su vida agrediéndose mutuamente, pero, así y todo, siendo tan fuertes y terribles, no podían con la negra muerte, ascendiendo a su llegada de la claridad de la luz del sol que alumbra la tierra, a la escalofriante noche del universo exterior.

Cuando también hubo desaparecido ésta generación de hombres, hijo de Cronos, creó una cuarta generación destinada a vivir sobre la fructífera tierra. Esta generación era un poco más noble y justa que la anterior y se la conoce como la generación de los heroes celestiales, también llamados semidioses. Sin embargo luego de un tiempo también ellos fueron aniquilados por la discordia y la guerra; unos ante las siete puertas de Tebas, donde luchaban por el imperio del rey Edipo, y otros en los campos de Troya a donde habían llegado en gran número por barco, atraídos por la hermosa Helena.

Cuando ésta generación concluyó su existencia, entre penurias y combates, Zeus les asignó un trono en el umbral del espacio exterior, en el océano de las islas de los bienaventurados. Allí, luego de su muerte, llevaban una existencia feliz y sin preocupaciones, con un fértil suelo que les proporcionaba tres veces al año dulcísimas frutas para su solaz.

“¡Ay! suspiraba el poeta Hesiodo que cuenta esta leyenda, “¡que daría yo por no pertenecer a ésta quinta generación de hombres, la generación ferrea, que puebla la tierra actual!"  Sus integrantes son hombres completamente perdidos. "¡Hubiese nacido antes, o después! ...pues esta generación no descansa de sus penas ni durante el día ni en la noche. A cada instante los dioses envían a los hombres terribles preocupaciones, pero la mayor plaga para su existencia son ellos mismos: no existe el afecto de padre a hijo ni de hijo a padre, el invitado odia al anfitrión, el compañero al compañero, no existe el amor fraterno entre hermanos de antaño. A las mismísimas canas de los ancianos se les niega el respeto, debiendo estos soportar comentarios ignominiosos y malos tratos.

¡Hombres crueles! ¿Es que no pensáis en el juicio celestial, en el que seréis juzgados por la falta de agradecimiento y por no reconocer el cuidado a vosotros prodigado por vuestros ancianos y desgastados ancestros?

En todas partes se impone la fuerza, la violencia urbana los pone uno contra otro. No es premiado aquel que jura la verdad, es justo y bienhechor, sino al que obra mal, al despreciable malhechor.

La virtud, la moderación, ya no tienen valor, el malvado puede herir al más noble, puede emitir palabras falsas y engañosas y cometer perjurio. Por ésta razón, éstos hombres son infelices en grado sumo. Los persigue su espíritu dañino, su animosidad y se miran entre sí con gesto envidioso. Las diosas de la vergüenza y la santa timidez, que aún habían sido vistas sobre la faz de la tierra, han envuelto sus hermosos cuerpos en sus etéreas vestimentas blancas y han abandonado al hombre para siempre, volviendo a buscar refugio en la morada de los dioses eternos.


Bajo el cuerpo mortal del hombre sólo queda la triste miseria.

No puede esperarse salvación a este tramando mal.


Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".