sábado, 24 de enero de 2015

Phaeton

Construido sobre portentosas columnas se encontraba el castillo real del dios del sol, centelleante de oro y carbunclo.

Los capiteles más altos estaban cubiertos con brillante marfil y los portales dobles reflejaban el brillo de la plata sobre la cual podían verse las más maravillosas historias mitológicas, gracias a un exquisito trabajo de orfebrería.

A este palacio se apersonó Phaeton, hijo del dios solar, Phaebos, pidiendo hablar con su padre; por supuesto, a determinada distancia, pues no podía aproximársele demasiado debido a su insoportable radiación. Phaebos, envuelto en una capa púrpura, estaba sentado en su trono adornado con brillantes y esmeraldas. A su derecha e izquierda lo acompañaba, ordenado, su séquito: el día, el mes, el año, la centuria, el milenio, y sus ancestros, la juvenil primavera con su corona de flores, el verano con su corona de espigas, el otoño del color del vino y el helado invierno con su blanca cabellera. Sentado en medio, con sus ojos clarividentes, Phaebos inmediatamente reconoció al joven, quien no salía de su asombro al ver a todos estos personajes juntos.
-¿Cuál es el motivo de tu visita?-preguntó el padre-¿Qué te trae al palacio de tu padre celestial, querido hijo?-


-Honorable padre, -contestó Phaeton- en la tierra se ríen de mí e insultan a mi madre Klymene. Dicen que miento sobre mi origen celestial y que sólo soy el hijo de un ignoto mortal. Por ello vengo a solicitarte una pequeña prueba que me acredite ante todo el mundo como hijo tuyo.-

Phaebos se quitó los rayos que le coronaban la frente y dejó que el joven se acercase. Lo abrazó y le dijo: -Tu madre, Klymene, te ha dicho la verdad hijo mío, y yo jamás te negaré ante el mundo. Por eso, y para alejar toda duda, puedes pedir el deseo que quieras. Yo juro por el Styx, el río subterráneo por el que juran los dioses, que he de cumplir tu deseo, sea cual fuere.-

Casi sin dejar finalizar a su padre Phaeton respondió: -¡Entonces concédeme mi más ardiente deseo y déjame conducir el carro solar! ¡Sólo por un día!-

Pavor y arrepentimiento por haber jurado conceder el deseo cubrieron la faz del dios. Tres o cuatro veces movió negativamente la cabeza y finalmente exclamó: -¡Oh, hijo mío, me has hecho prometer una locura! Tú reclamas un trabajo para el cual tus fuerzas son absolutamente insuficientes; eres demasiado joven, eres mortal, ¡lo que tú deseas es trabajo de inmortales! Tú pides incluso más de lo que le está permitido a otros dioses porque, excepto yo, ninguno de ellos puede permanecer parado sobre la carroza centelleante.

El recorrido que debe hacer mi carro es muy empinado, con gran esfuerzo los briosos corceles lo conducen en la temprana mañana en su camino ascendente.
El centro del recorrido es el cenit de los cielos, créeme, cuando estoy a tal altura, hasta a mí me asalta el terror y mi cabeza es amenazada por mareos cuando miro hacia abajo, a las profundidades, viendo tan alejados el mar y las tierras.
Al final del camino se requiere una conducción firme y segura.
La diosa Thetis misma, que está dispuesta a recibirme en sus turbulentas aguas, teme que pueda ser arrojado a los fondos marinos. Además, ten en cuenta que el cielo se encuentra en constante rotación y yo debo hacer frente a ese inmenso flujo.

Dime, hijo, ¿cómo enfrentarías esos escollos, aún cuando te diese el carruaje?

Por eso, amado hijo, no me pidas un deseo tan terrible y piensa en algo mejor mientras aún haya tiempo.

¡Oh, si pudieses penetrar mis ojos y ver el asustado corazón de tu padre! Observa mi rostro atemorizado. Pídeme cualquier otra cosa que desees, del cielo o de la tierra, te juro por el Styx que la tendrás, pero por favor, no me atormentes más con semejante pedido.-

Obstinado, el joven no quiso escuchar las súplicas, y su padre ya había prestado el juramento.

Así las cosas, Phaebos tomó a su hijo de la mano y lo llevó al carro solar, una obra maestra de Hephaestos. El eje, la lanza y la corona de las ruedas eran de oro, los rayos de plata y en el cuadro centelleaban diamantes y rubíes. Mientras Phaeton admiraba el portentoso trabajo, en el este comenzó a hacerse notar el inminente amanecer con su portal rojo púrpura. Las estrellas iban desapareciendo lentamente y por último el lucero del alba lentamente abandonaba su puesto celestial. Phaebos había dado la orden de preparar los caballos, que cubiertos con ambrosía, eran llevados desde las caballerizas para ser atados al carruaje.
Mientras esto sucedía, el dios cubría la cara de su hijo con una crema protectora que haría tolerable el calor de las llamas. Luego le colocó la corona de rayos y entre suspiros le dijo:


-Hijo, cuídame los rayos. Lleva firmes las riendas pues los caballos corren solos y cuesta trabajo guiarlos durante el vuelo. El camino es una curva gigantesca, debes evitar el polo sur y el norte. Debes vigilar constantemente los carriles y las ruedas. No bajes demasiado, pues la tierra se incendiará. No vueles demasiado alto o se incendiará el éter del universo. ¡Ve, la oscuridad huye! … Pero aún es tiempo, toma consciencia. ¡Déjame el carro y quédate como espectador aquí en la tierra!-


Sin embargo el joven no quiso oír consejo alguno y de un salto subió al carro, ansioso por tomar las riendas, agradeciendo escuetamente el favor a su preocupado padre.


Entre tanto los caballos alados ya llenaban el aire con sus relinchos ígneos, y Thetis, la madre de Klymenes, sin saber sobre la situación de su nieto, abrió las cortinas y el mundo apareció ante el muchacho sumido en el espacio infinito. Los caballos tomaron por el camino de ascenso abriendo la niebla matutina que los precedía y al sentir que no llevaban la carga acostumbrada, igual que los barcos que se balancean, comenzaron a hacer cabriolas en el aire.
El carro había subido a las alturas y recorría el camino cual si estuviese vacío; al notarlo, los corceles comenzaron a correr alocadamente abandonando los caminos habituales. Phaeton comenzó a temblar, no sabía hacia dónde dirigir las riendas, no conocía el camino y no lograba dominar los briosos caballos.
Cuando el infeliz mortal dirigió su mirada hacia abajo, vio los distintos países desde la altura, empalideció, lo asaltó el terror y sintió sus rodillas temblar. Miró hacia atrás. Ya había mucho cielo recorrido, pero más cielo por recorrer. Evaluó ambas cosas sin saber qué hacer. Fijó su ojos en el infinito sin soltar las riendas, pero tampoco guiando el carruaje, quiso llamar a los caballos pero no sabía sus nombres; con espanto comenzó a ver cada vez más cerca las constelaciones que colgaban del cielo en su traje de noche. Entonces, dominado por la desesperación, soltó las riendas, que flojas tocaron las ancas de los caballos haciendo que estos se desbocaran buscando desconocidos caminos laterales.
Ya subían a las alturas, ya volaban demasiado bajo, ya golpeaban contra las estrellas fijas, ya caían sobre los caminos próximos a la tierra, o tocaban la primera capa de nubes evaporándola al instante. Repentinamente el carruaje comenzó a perder altura y, fuera de control, se acercó a una zona montañosa. El suelo incandescente repentinamente se agrietó, saliendo de su interior todos sus humores. El pasto de las praderas se secó coloreándose de amarillo primero e incendiándose después; a su paso se incendiaban los bosques y las llanuras, se quemaron las cosechas e infinidad de ciudades quedaron arrasadas por el fuego. Países enteros con sus poblaciones desaparecieron. Colinas, bosques y montañas ardían por doquier.

Se dice que en aquel entonces también los pantanos se secaron. Los ríos se evaporaron o retornaron presurosos a sus manantiales, el mar mismo desapareció y se convirtió en salitral. Por todos lados Phaeton vio incendiarse la tierra y pronto el calor se le hizo insoportable a él mismo. El aire caliente se le hacía irrespirable y sentía como el carruaje ardía bajo sus pies, ya no podía soportar el humo y las cenizas que se elevaban desde la tierra. Las tinieblas lo rodearon, los caballos llevaban el carruaje a su antojo, hasta que el fuego finalmente tomó sus crines, cayendo el carruaje envuelto en llamas cual si fuese una estrella fugaz, lejos de su patria, al ancho río Eridamos.

Phaebos, que debió presenciar el triste espectáculo, volvió su rostro lleno de punzante dolor. En aquellos tiempos se dice que pasó todo un día terrestre sin luz solar. El terrible incendio lo iluminaba todo por sí mismo.


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Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Kadmos (Hermano de Europa)

Kadmos era hijo del rey Agenor y hermano de Europa. Cuando Zeus, convertido en toro hubo raptado a ésta, Agenor envió a Kadmos y sus hermanos en su búsqueda, prohibiéndoles regresar sin haberla encontrado. Durante mucho tiempo Kadmos buscó en vano por todo el mundo sin poder descubrir la artimaña de Zeus. Ya perdida toda esperanza de reencontrar a su hermana y temiendo la ira de su padre por regresar sin ella, se dirigió al oráculo de Apolo, para averiguar qué tierras debía habitar de allí en más.
El oráculo le hizo llegar el siguiente mensaje:

-Encontrarás, en pradera solitaria, una vaca que aún no ha conocido yugo alguno. Déjate guiar por ella y en el lugar que se eche, construirás una ciudad, que llamarás Thebas.-
Apenas hubo abandonado el oráculo, vio sobre la verde pradera aledaña una vaca que no presentaba signos de haber servido al trabajo. En silencio y rezando a Apolo, Kadmos siguió a paso lento el andar del animal; vadeó el río Kephissos y luego de haber recorrido un largo trecho por el país la vaca se detuvo repentinamente, alzó la vista al cielo llenando el aire con un largo mugido, se dio vuelta como observando a la muchedumbre que la seguía y se recostó sobre los ondulantes pastos.
Lleno de agradecimiento, Kadmos se arrojó al suelo besando la tierra. Inmediatamente decidió hacer una ofrenda de agua en honor a Zeus, enviando a algunos de sus sirvientes a buscarla. En un claro del espeso bosque cercano, jamás tocado por hacha alguna, entre unas grandes rocas cubiertas por matorrales, había una cueva de la cual brotaba el agua cristalina de un manantial. Pero escondido en esa misma cueva, también habitaba un monstruoso dragón. Desde lejos podía verse su rojo crespón, sus fulgurantes ojos que lanzaban fuego y su cuerpo cubierto de escamas venenosas. Su lengua trífida echaba vapor y sus mandíbulas estaban provistas de tres hileras de dientes.
Cuando la comitiva del rey fenicio hubo llegado a la aguada arrojó sus recipientes al agua para llenarlos. Al instante, el horrible monstruo azul sacó la cabeza de la cueva bramando terroríficamente y espantando a los sirvientes que, abandonando los recipientes y con la sangre helada en las venas, huyeron del lugar. El dragón se enroscó sobre sus propios anillos escamados, se arqueó dando un salto y erguido observó el bosque desde la altura. Luego saltó sobre los fenicios y los mató; a unos con su brutal mordedura, a otros con su cuerpo, por constricción, y a otros con su aliento asfixiante.
Kadmos extrañado por la tardanza de sus enviados, se puso en marcha para buscarlos personalmente, cubriéndose con una piel de león y armado con su lanza y su tridente. Ni bien llegó al claro descubrió horrorizado los cuerpos de sus compañeros muertos y sobre ellos, erguido y triunfante, su enemigo el dragón con la lengua teñida en sangre.
-¡Pobres compañeros, -exclamó Kadmos- seré vuestro vengador, o bien compartiré vuestra suerte!-
Con estas palabras tomó una gran roca y se la lanzó al dragón. Tan grande era la roca que hubiese podido hacer temblar muros y torres fortificadas, pero el dragón quedó indemne, dado que sus duras escamas lo protegían eficazmente. Entonces el héroe intentó con el tridente. Este atravesó la coraza de la bestia y su punta de hierro lo perforó hiriéndolo profundamente. Furiosa y dolorida la bestia volteó su cabeza destruyendo a dentelladas la vara del tridente, pero el hierro quedó en su cuerpo. Un corte con la espada aumentó aún más la ira del animal; se le abrió la boca de la cual surgió gran cantidad de espuma blanca. Se irguió cual un tronco y corrió chocando con su pecho contra los macisos árboles. Kadmos, el hijo de Antenor, esquivando el embate, se cubrió con la piel de león, conteniendo al dragón con su lanza. Por fin la bestia comenzó a sangrar por sus heridas, tiñiendo de rojo los pastos en derredor suyo. Aún así el dragón seguía oponiendo resistencia, esquivando los golpes de espada y de lanza. Finalmente Kadmos logró asestarle un golpe de espada atravesándole la garganta, de manera que la bestia cayó hacia atrás contra un robusto tronco en el cual quedó clavada.

El árbol se curvó por el peso del dragón y su tronco fue castigado por los postreros coletazos del animal. El enemigo estaba vencido.

Kadmos observó a la bestia muerta durante un largo rato. Cuando se volvió, vió que a sus espaldas se encontraba Pallas-Atenea que había bajado del Olimpo, quien le ordenó arar el suelo y sembrar inmediatamente los dientes del monstruo. Obedeciendo a la diosa, Kadmos abrió un surco con el arado y comenzó a sembrar los dientes del dragón, viendo como de pronto comenzaba a moverse el surco y a salir de él, primero una punta de lanza, luego un casco de guerra sobre el cual se veía un colorido penacho, luego fueron apareciendo los hombros, el pecho y los brazos armados; poco tiempo después el guerrero completo de pies a cabeza había surgido de las entrañas de la tierra. Esto ocurrió en numerosos lugares a un mismo tiempo. Ante los asombrados ojos del fenicio en poco tiempo creció toda la siembra de dientes de dragón realizada.
Kadmos se asustó y en primera instancia se preparó para enfrentar al nuevo enemigo surgido de la siembra, pero uno de estos hijos de la tierra le gritó: -¡No tomes las armas Kadmos, no intervengas en guerras internas!-
Inmediatamente, quien le había gritado tomó su espada y mató de un certero golpe al guerrero que más próximo se hallaba. A él mismo lo mató una lanza de otro que estaba a cierta distancia, y también a este lo alcanzó el golpe mortal de la espada de uno que segó su vida al primer aliento. Todo el grupo de soldados combatía entre sí. Al rato la mayoría de los guerreros quedó tendida en el suelo regando con su sangre la

madre tierra. Sólo habían quedado cinco. Uno de ellos (más adelante fue llamado Echión) fue le primero en dejar las armas por orden de Atenea, ofreciéndose a la paz. A él se le agregaron los restantes.
Con estos cinco guerreros surgidos de las entrañas de la tierra, el fenicio Kadmos, cumpliendo los designios del oráculo de Apolo, construyó una ciudad a la que llamó Tebas como le había sido ordenado.

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Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".

viernes, 28 de noviembre de 2014

Europa


En tierra de Tiro y Sidón, nació y vivió en la soledad del palacio de su padre, el rey Agenor, una doncella llamada Europa. En la soledad de la noche, cuando los sueños premonitorios suelen alcanzar a los humanos, tuvo un extraño mensaje enviado desde los cielos: vio como si dos partes del mundo en forma de figuras de femeninas disputaran por ella, una de ellas era Asia y la otra, era la parte del mundo que se le enfrenta. Una de las mujeres tenía la figura de una desconocida y la otra, que representaba a Asia, se asemejaba en aspecto y fisonomía a una mujer local. Asia disputaba con serena firmeza la pertenencia de su hija, Europa, diciendo que era ella quien la había dado a luz y amamantado. La extraña en cambio, la tomó en sus brazos como en un rapto y la llevó consigo, sin que Europa interiormente opusiese mayor resistencia.

-Ven conmigo, niña amada,- dijo la extraña, -te he de poner en brazos de Zeus como botín. ¡Así está escrito en tu destino!-

Con el corazón en un grito, Europa se incorporó, y quedó un largo rato sentada al borde de su lecho meditando sobre este sueño, que había sido tan claro como la realidad. Ante sus ojos aún veía las dos figuras femeninas en disputa por su tenencia.

-¿Qué ser celestial me ha enviado este mensaje?- se preguntaba, -¿Qué maravilloso sueño me ha turbado? ¿A mí, que segura y mimada dormía en la casa paterna? ¿Quién sería la extraña que he visto en sueños? ... ¿Qué extraña sensación en mi corazón me une y me llama hacia ella? ¡Y la forma amorosa en que se acercó a mí, con su sonrisa maternal, arrancándome por la fuerza de los brazos de Asia! Sólo espero que los sagrados dioses del Olimpo hagan que este sueño mío sea benéfico.-

Había llegado la mañana. La luz diurna fue desdibujando la nitidez del sueño nocturno del alma de la joven Europa, quien se levantó enfrentando nuevamente las obligaciones y alegrías de su vida cotidiana. Pronto se reunieron en derredor suyo, amigas y compañeras, hijas de los patriarcas del lugar, quienes solían acompañarla a bailes, ofrendas y paseos. Venían a invitarla a una pradera plena de flores cercana al mar, donde las muchachas de su edad se reunían en gran cantidad a disfrutar de la naturaleza y el rugido del mar. Todas llevaban canastas para recolectar flores. Ella misma llevaba una canasta dorada, adornada con brillantes y figuras de las divinidades, obra de Hefesto, un antiquísimo regalo divino de Posseidon que este había entregado a Lybia cuando flirteaba con ella y que había pasado de generación en generación por herencia, en la casa de Agenor. Con este adorno nupcial, marchaba la noble doncella a la cabeza del grupo de amigas, rumbo a las praderas próximas al mar, que se encontraban en plena florescencia.

Alegremente el grupo de jóvenes se distribuyó aquí y allá. Cada una de ellas buscaba una flor de acuerdo a su personalidad: una elegía el brillante narciso, la otra se inclinaba por la fragancia del jazmín, una tercera por el aroma más suave de las violetas, otras las anémonas, las azucenas; así iban y venían corriendo por la pradera.

Pronto Europa encontró su objetivo. Cual si estuviera bajo la gracia del amor, nacida de la espuma del mar, sobresaliendo entre todas sus compañeras, portaba en su mano alzada un ramo de rosas de color rojo incandescente. Cuando hubieron recogido suficiente cantidad de flores, las doncellas se sentaron sobre el césped y comenzaron a trenzarlas a fin de colgarlas en los árboles, como ofrenda a las ninfas de la pradera.

Sin embargo, no por mucho tiempo la niña seguiría dedicándose a las flores, pronto el imprevisto destino se llevaría la juvenil despreocupación de Europa, tal como le había sido predicho en sueños la noche anterior. Zeus, el hijo de Cronos, había sido alcanzado por una flecha de Afrodita, quien tenía la capacidad de vencer al padre de los dioses por su debilidad frente a la belleza de la joven Europa.
Este, por temor a la reacción de su esposa y hermana, Hera, y para no manchar la inocencia de pensamiento de la doncella, comenzó a elucubrar un nuevo plan. Convirtió su propia figura en la de un toro, pero no en la de un toro común sino en la de un soberbio toro de músculos marcados, de figura esbelta, como tallada a mano, de color dorado, con una cornamenta bien formada y una medialuna en cuarto creciente de color plata dibujada en su frente. Sus ojos eran azulados, por momentos centelleantes.

En el Olimpo, antes de comenzar su transformación, Zeus había llamado a Hermes encargándole, sin hacer mención de sus intenciones, que bajase a la tierra y llevase el ganado del rey Agenor que estaba paciendo en las praderas, hacia la orilla del mar. Obedientemente, el alado dios se abocó a cumplir la tarea encomendada, llegando a las praderas de las montañas de Sidón donde Zeus, ya disfrazado, vagaba entre el resto del ganado. Reunido el ganado del rey, lo llevó a la costa que le había sido indicada, entre las ciudades de Tiro y Sidón, justamente a las praderas en que se encontraba la hija de Agenor rodeada de sus amigas.

La manada se dispersó sobre las praderas, lejos de las muchachas, y el hermoso toro dentro del cual habitaba el dios, se acercó a la colina en la que se encontraba Europa. Feliz, caminaba por entre las pasturas con cabeza orgullosamente erguida, pero sin el más mínimo gesto amenazante. Sus ojos no infundían temor alguno, su mirada era apacible, generaba confianza.
Largo rato Europa y sus amigas quedaron admirando la noble estampa del animal y sus serenos movimientos, hasta que se acercaron y comenzaron a acariciar su lomo. En determinado momento Europa quedó junto al toro, frente al dios disfrazado, ofreciéndole la fragancia de las rosas por ella recolectadas. El toro lamió las rosas y la mano de la joven a modo de caricia, y esta tomando cada vez más confianza lo acarició y besó su frente con la brillante medialuna. El animal emitió entonces un fuerte bramido de alegría, distinto al bramido de los toros corrientes, con el sonido un flautín lidio sonando a través del valle. luego se acostó a los pies de la joven, mirándola con melancolía y le mostró su lomo, como invitándola a montarse.
-¡Vengan, vengan, acérquense queridas compañeras, sentémonos sobre este hermoso animal y divirtámonos!- dijo Europa a sus cuatro amigas, -creo que podría llevarnos y pasearnos a todas, tiene un aspecto tan manso, tan soberbio, distinto al aspecto de otros toros… ¡hasta parecería tener entendimiento humano, sólo le falta el habla!- y diciendo estas palabras, tomó las coronas de sus amigas y una tras otra las fue colgando de los cuernos del animal, para luego, rebosando felicidad saltar sobre su lomo, mientras sus amigas titubeantes observaban sin saber con seguridad si imitarla.

Cuando el toro hubo robado a quien él deseaba, se incorporó y comenzó a caminar con la niña a cuestas; en principio suavemente aunque a un paso algo más rápido de lo que podían caminar sus compañeras. Cuando hubo dejado atrás las praderas y por delante aparecieron las playas, redobló su paso hasta semejar un caballo galopante, y antes de que Europa pudiese darse cuenta, había saltado al mar, alejándose de la costa a nado con su víctima a cuestas. La joven se sostenía de uno de sus cuernos con la mano derecha y con la izquierda se apoyaba sobre el lomo. Angustiada y con sus ropas al viento cual si fuesen velas, vio como la costa iba desapareciendo a lo lejos, llamando en vano a sus compañeras.
Pronto la costa hubo desaparecido completamente, el sol se puso y en el claroscuro de la noche, la angustiada doncella no pudo ver más que las olas y las constelaciones. Por la mañana y todo el día siguiente, el animal continuó con su travesía cruzando el mar, y tan hábil era para la navegación, que ni una sola gota de las gigantescas olas mojó su amado botín. Finalmente, hacia la noche, llegaron a una costa lejana. El toro tocó tierra y dejó que la joven resbalase suavemente de su lomo para depositarla bajo un frondoso árbol y desapareció de su vista. En su lugar se hizo presente un hermoso e imponente hombre, quien dijo que era el soberano de la isla de Creta y que estaba dispuesto a protegerla si en suerte la tocaba su posesión. Europa en su inconsolable soledad, le tendió una mano en señal de consentimiento.
Zeus había logrado su objetivo.
Después de largo rato, cuando ya el sol estaba alto sobre el horizonte, Europa despertó de su letargo. Se encontraba sola. Miró a su alrededor buscando la patria perdida y con voz acongojada exclamó: -¡Padre, padre! ¡Yo, tu hija entregada a la perdición, ni siquiera soy digna de pronunciar tu nombre, padre! ¿Que locura me ha hecho olvidar el amor infantil?

Volvió a mirar en derredor suyo como reflexionando sobre su destino y se preguntó a sí misma:

-¿A dónde he arribado? ¡La muerte es poco para expiar mi culpa!

¡Pero no, seguramente soy inocente, y mi pensamiento es engañado por una pesadilla que será borrada por el sueño matutino! ¿Como es posible que prefiriese atravesar inmensos mares montada sobre el lomo de una bestia, en lugar de permanecer en la honrada seguridad, juntando flores en la pradera paterna?-
Hablando así, se frotaba los párpados como queriendo salir de un odioso sueño, pero al observar a su alrededor los extraños paisajes permanecían impertérritos ante sus ojos. Arboles desconocidos y rocas extrañas la rodeaban y una impresionante marejada que rompía sobre los rígidos riscos, saltaba espumante hacia las alturas en el paisaje desconocido.
-Ay de mí,- sollozaba, -si ahora se me acercase el toro, con qué gusto lo despedazaría. ¡No descansaría hasta haber destrozado esos cuernos que otrora me parecían tan amorosos! ¡Honorable deseo! Luego de haber abandonado desvergonzadamente mi patria, ¿qué me queda ahora, más que la muerte? Si no me han abandonado los dioses, envíenme ahora un león, un tigre, tal vez mi belleza los incite y no deba esperar que el desesperante hambre se presente en mis rozagantes mejillas!-
Sin embargo ningún animal salvaje apareció. Acogedores y pacíficos los nuevos paisajes permanecían frente a ella y desde el cielo despejado brillaba el sol.

Atormentada por la furia, saltó a la playa gritando:

-¡Maldita Europa! ¿No escuchas la voz de tu padre insultarte por no poner fin a tu vergonzosa existencia? ¿No te muestra el fresno del cual te puedes ahorcar con tu cinto? ¿No te muestra la roca desde la cual puedes arrojarte al bravío mar que te tragará? ¿o es que prefieres ser la concubina y servir cual una esclava al soberano bárbaro, obedeciendo día a día sus instrucciones? ¡Tú, la hija de un gran rey!-
Así estaba atormentada por sus pensamientos de muerte, cuando repentinamente se percató de un murmullo detrás suyo y asustada se dio vuelta. Envuelta en un brillo sobrenatural vio a la diosa Afrodita y su pequeño hijo el dios Amor a su lado, armado con un arco.
Con una sonrisa en los labios la diosa le dijo:

-Deja la furia y el odio, hermosa muchacha. El odiado toro vendrá y te ofrecerá sus cuernos para que tú los rompas. Yo he sido quien te ha mandado el sueño, ¡consuélate Europa! Zeus mismo ha sido quien te ha raptado, tú eres la esposa terrenal del invencible dios, inmortal será tu nombre, pues este territorio desconocido que te ha recibido, de ahora en más lo portará.-

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Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".

martes, 18 de noviembre de 2014

Jo

Inajos, el antiguo rey de los Pelasgos, tenía una hija bellísima cuyo nombre era Jo. Sobre ella había caído la penetrante mirada de Zeus, rey del Olimpo, en ocasión de encontrarse la joven cuidando los rebaños de su padre en el valle de Lerma. El dios quedó sobrecogido por su belleza y acercándose, intentó seducirla con palabras tentadoras.
-¡Oh, doncella!- le dijo, -ha de ser muy feliz quien llegue a poseerte. Pero ningún mortal tiene el valor que tú mereces, pues deberías ser la prometida de algún dios. Entérate entonces: ¡Yo soy Zeus!
No huyas de mí, el sol del mediodía es abrasador, ven conmigo a aquel bosque que nos espera con su frescura. No temas a los salvajes animales que lo habitan pues estoy contigo para protegerte, ¡yo! el dios que tiene el cetro de los cielos, el que envía los zigzagueantes rayos a la faz de la tierra-.
Así y todo, Jo trató de huir del seductor a paso acelerado, y hubiese logrado escapar, si el dios, abusando de sus poderes, no hubiese sumergido toda la región en un espeso manto de niebla que que se formó repentinamente en derredor de la muchacha e que hizo que ésta, temiendo caer a un río o tropezar con una roca, cayese en poder del dios.
Hera, esposa y hermana de Zeus, y madre de los demás dioses, estaba acostumbrada a las infidelidades de su esposo y hermano quien la engañaba una y otra vez, tanto con las hijas de los semidioses, como con las hijas de los humanos. Por ello, sin poder refrenar sus temores y sus celos, acostumbraba a observar con atenta desconfianza los pasos de su esposo cuando bajaba a la tierra. Así también en aquel momento se encontraba observando la zona donde el dios vagaba sin su autorización, cuando con gran asombro vio como, en determinado lugar, en pleno día, se producía un extraño oscurecimiento debido a un manto de niebla, y como éste no provenía de un río, ni de tierras húmedas, ni otras causas naturales, inmediatamente concluyó que la circunstancia no podí ser otra cosa que una artimaña perpetrada por su infiel consorte.
Miró en derredor suyo, y no lo encontró en el Olimpo.
-O mucho me equivoco,- se dijo enojada consigo misma, -o mi esposo me vuelve a engañar vilmente.-
Montada en una nube, bajó desde el éter a la tierra y se dispuso a despejar la niebla con la cual el raptor tenía apresada a su víctima. Zeus, que había presentido la llegada de su esposa, y para proteger a su amada de un cruel e inevitable castigo, convirtió a la bella hija de Inajos en una hermosa vaca, blanca como la nieve. Así y todo, convertida en un animal, la pobre Jo seguía siendo hermosa.
Hera, percatada de la argucia de su marido y fingiendo no saber nada sobre sus andanzas, admiró largo rato al animal, preguntando por su raza, a quién pertenecía, de qué cabaña era. Zeus, en el apuro y para evitar nuevas preguntas, contestó con mentiras, diciendo que la vaca provenía de la tierra y que no tenía dueño. Hera se dio por satisfecha con esta respuesta, pero pidió a su esposo que le regalase el hermoso animal.
Qué podía hacer el timador timado? Si entregaba la vaca, perdía a su amada. Si la negaba sólo lograba acentuar la desconfianza de su mujer, la cual inmediatamente enviaría sus maldiciones sobre la pobre infeliz. Entonces decidió perder por el momento a la doncella y se la obsequió a su esposa. Hera aparentemente feliz con el obsequio le colocó una cinta al cuello y se la llevó. Sin embargo esta acción no conformaba a la diosa, quien no descansó hasta dejar a la concubina de su esposo bajo mayor protección. Para ello llamó a Argos, el hijo mayor de Arestor, un monstruo que le pareció especialmente apropiado para este fin, dado que Argos tenía una cabeza con cien ojos, de los cuales daba descanso sólo a unos pocos alternativamente, mientras los restantes, distribuidos como estrellas centelleantes tanto en la frente como en la nuca, no dejaban de vigilar. Hera encomendó la misión de vigilar a la pobre Jo para que su infiel esposo no pudiese rescatarla. Bajo la atenta mirada de sus cien ojos, Jo podía pacer apaciblemente sobre las fértiles praderas; Argos siempre estaba en las

cercanías y sea donde fuere el lugar en el que estuviese, podía ver al objeto de su misión. Aún al darse vuelta tenía a Jo frente a sus atentos ojos.
Amargas hierbas y ligustros fueron el único alimento de la pobre condenada, su cama fue el

duro suelo que no siempre estaba cubierto de paja; su bebida, el agua de fangosos charcos. Jo a menudo olvidaba que no era humana; ya quería elevar sus brazos pidiendo clemencia a Argos, viendo espantada que en lugar de brazos sus patas animales no le respondían, ya quería ablandar su corazón con palabras suplicantes pero al abrir la boca se horrorizaba al escuchar su propia voz transformada en mugido. Por otra parte Argos por expresa instrucción de Hera, no la mantenía siempre en el mismo lugar, dado que así quería asegurar aún más la separación definitiva. Por esta razón su guardián la llevaba de país en país, y fue así como también llegó a su patria, a orillas del río en el cual tantas veces había jugado de niña.
Y fue allí donde vio por primera vez su figura reflejada en el agua. Cuando vio su cabeza de animal con gran cornamenta huyó espantada de sí misma. Un rapto de nostalgia la llevó al

lugar donde estaban sus hermanas y su padre Inajos, pero no la podían reconocer; Inajos acariciaba al hermoso animal alcanzándole hojas para comer que arrancaba de unos arbustos próximos. Jo lamía agradecida su mano, mojándola con lágrimas humanas, pero el anciano no sabía por quien era mimado.
Finalmente Jo, a quien a pesar de la transformación había mantenido su inteligencia humana, tuvo una idea feliz; comenzó a garabatear letras con su pata sobre el suelo polvoriento, atrayendo así la atención de su padre, quien pronto leyó azorado la historia que contaba del triste destino de su hija.
-¡Pobre de mí!- exclamó el anciano al advertir la realidad, colgándose de la cornamenta y del pescuezo de la suplicante Jo ¡En este estrado debo reencontrarte. A ti, a la que he buscado por todas partes. ¡Pobre de ti y de mí, me dabas menos pena cuando te buscaba, que ahora que te he hallado! ¡Y tú callas, no puedes darme una palabra de aliento, sólo puedes contestarme con un triste mugido! Estúpido de mí, que en algún tiempo sólo pensaba en encontrarte un marido obsesionado por tu matrimonio y la antorcha marital. ¡Ahora eres una más de la manada!-.
Argos, el temible cuidador, no dejó terminar al quejoso viejo, arrancó a Jo de sus brazos y la llevó a otras praderas más solitarias, donde escaló una colina desde la cual podía vigilar atentamente en todas direcciones.
Pronto Zeus mismo ya no pudo soportar el tormento de ver en ese estado a la hija de Inajos. Llamó a su querido hijo Hermes y le ordenó utilizar alguna de sus argucias para enceguecer los ojos del odioso cancerbero. Hermes, con sus alados pies, tomó su vara adormecedora, se colocó el casco y así ataviado viajó desde el palacio paterno a la tierra. Allí se quitó el casco y los grilletes alados de los pies, quedándose sólo con el Srinx.
Así se presentó ante un pastor, atrajo las cabras a su alrededor y las llevó a pacer a las lejanas praderas en las cuales estaban Jo y Argos. Llegado al lugar tomó el Srinx y comenzó a ejecutarlo como jamás pastor alguno lo había hecho.
Al percibir de esa inusual melodía el siervo de Hera se levantó de su asiento en la roca y llamó hacia abajo diciendo:

-¡Quienquiera sea, bienvenido seas flautista! Podrías venir a descansar aquí, conmigo, a este mirador. En ningún lugar hay pasturas mejores para el ganado que en esta zona, y podrás comprobar que agradable es para el pastor la sombra de estos árboles.-

Hermes agradeció la invitación a su anfitrión subió junto a él, y pronto entró en amena conversación, de manera que el día pasó antes de que Argos pudiese darse cuenta. Pronto comenzaron a cerrársele los ojos y Hermes volvió a tomar su instrumento, tentando su mejor melodía para dormir al carcelero. Pero Argos, pensando en la furia de Hera si perdiese a su prisionera, luchaba contra el sueño y aunque la somnolencia se apoderaba de algunos de sus ojos, otros se mantenían siempre en estado de alerta. Así continuó la tertulia, hasta que Argos

preguntó a Hermes sobre el origen del Srinx.
-Te lo explicaré gustoso- respondió Hermes, -si tienes en esta hora tardía de la noche la suficiente paciencia y atención para escuchar mi relato.-, y comenzó a contar:

-En las nevadas montañas de Arkadia, vivía una hermosa hamadriada cuyo nombre era Srinx. Los dioses del bosque y Satyrn encantados por su belleza, desde hacía mucho tiempo la perseguían con ahínco, pero la esplendorosa ninfa siempre había logrado escabullirse, pues había decidido huir del yugo matrimonial. Amante de la caza y ataviada como Arthemisa, quería permanecer como ésta en estado virginal. Con el tiempo, también el dios Pan se enteró de la existencia de la ninfa, se le acercó, e intentó seducirla acosándola, consciente de su alta investidura. Sin embargo desoyendo sus palabras, la Srinx huyó de él atravesando la espesura y llegando finalmente a orillas del río Ladon, cuyas aguas eran lo suficientemente profundas como para impedirle el paso. Allí conjuró a sus hermanas, las otras ninfas, para que la convirtiesen en cualquier otra cosa, con tal de escapar al dios que la perseguía. En ese mismo instante llegó Pan y abrazó a la titubeante doncella a orillas del arenoso río. Pero cuál sería su sorpresa al constatar que lo que tenía entre sus brazos sólo era una avara de caña, en la que la ninfa había sido convertida.

Sus suspiros pasaban por la caña amplificándose y resonando en la boquilla. La magia de éste sonido consolaba al frustrado Pan, quien exclamó, con dolorosa alegría, que así su unión a ella sería eterna. Tomó la caña y la cortó en tramos de distintas longitudes, los que unió entre sí con cera llamando al instrumento como la virtuosa hamadriada: SRINX.
Así fue como el mensajero de los dioses contó la historia del Srinx, mientras el guardián de los cien ojos tenía constantemente bajo su control a la pobre Jo. Pero al llegar al final, dominados por el cansancio, un ojo tras otro se fueron escondiendo bajo los párpados, hasta que los cien hubieron caído en una inevitable somnolencia. Entonces Hermes tomó su vara adormecedora y tocó con ella cada uno de los ojos del monstruo profundizando así su sueño, y cuando Argos se hubo dormido profundamente, de un rápido y certero golpe en el cuello con la hoz que extrajo de entre sus vestimentas, decapitó a la bestia, cuya cabeza y tronco cayeron por la colina tiñendo las rocas con un río de sangre.
Ahora Jo que estaba libre, aunque sin transformar, huyó del lugar a toda prisa. Pero nada de lo ocurrido escapaba a los ojos de Hera, quien desde el Olimpo pensó en un nuevo tormento para su contendiente, enviándole un tábano que mediante sus picaduras martirizó hasta la locura a la pobre Jo. Este martirio la llevó a huir, escapando del insecto, por todas las tierras conocidas: pasó por las tierras de los Skythen en el Cáucaso, por el pueblo de las Amazonas, por el istmo de Kimmer y el mar Maeotico. Luego cruzó a Asia y finalmente luego de una larga y penosa carrera llegó a Egipto.
Llegada a orillas del Nilo, Jo cayó sobre sus rodillas delanteras, levantó sus ojos al cielo, clavando su mirada llena de odio en el Olimpo, donde habitaba quien la había sumido en semejante infierno. Zeus sintió inmensa pena al ver semejante espectáculo por él provocado. Urgió a ver a su esposa, la abrazó e imploró misericordia para con la pobre muchacha inocente de toda culpa, jurándole por las eternas aguas subterráneas por las que juran los dioses, dejar su debilidad desde ese momento y para siempre. Mientras Hera escuchaba a su esposo, el suplicante lamento de Jo llegaba desde la tierra. Esto hizo que finalmente su corazón se ablandase, otorgándole a su consorte los poderes necesarios para devolver su forma humana a la pobre bestia transformada.
Rápidamente Zeus bajó a la tierra del Nilo. Allí acarició suavemente el lomo de la vaca produciendo el milagro de la transformación. Desaparecieron los cuernos y cola, los ojos se achicaron, la trompa se fue transformando en boca, aparecieron los hombros, los brazos y en pocos instantes, nada quedó de la vaca sino su inmaculado color blanco. Con su figura completamente transformada. Jo se levantó del suelo y se irguió radiante de belleza.
Junto al Nilo, Jo le dio a Zeus un hijo llamado Ephapos, y dado que el la gente del lugar le rendía pleitesía por su milagrosa transformación, reinó durante muchos años con firmeza y dignidad aquellos pueblos. Sin embargo, no quedó del todo protegida del odio de Hera, pues esta incitó al pueblo de los Kuretos a raptar a su hijo Ephapos y nuevamente Jo debió emprender una dolorosa peregrinación en busca del hijo raptado. Finalmente, y luego de que Zeus hubo fulminado con un rayo a los kuretos, regresó con su hijo a Egipto y lo dejó reinar a su lado.
Ephapos se unió en matrimonio con Memphis, y esta le dio una hija, Lybia, del cual tomó su nombre la tierra y el pueblo de los lybios. Luego de su muerte, madre e hijo fueron honrados eternamente como dioses: el como Apis y ella como Isis, construyéndole el pueblo sendos templos en su honor.

sábado, 18 de octubre de 2014

Deukalion y Pyrrha


Durante la era de bronce, Zeus, amo del universo, enterado de los horrendos crímenes y pecados que cometían los humanos, decidió bajar a la tierra disfrazado de hombre para verificar personalmente la situación. Así ataviado, rondó por entre la gente constatando que las versiones que le habían llegado, eran sólo un pálido reflejo de lo que en realidad ocurría sobre la faz de la tierra.

Una noche se presentó en el castillo del rey Lykaon, conocido por su gran crueldad. Por medio de algunos signos milagrosos puso de manifiesto la presencia de un dios, por lo que los presentes, casi en su totalidad, se postraron ante él para adorarlo. Lykaon en cambio, pedante y altanero, se mofó ruinmente de las religiosas plegarias de su pueblo diciendo que pondría a prueba al impostor, aunque en su interior ya había decidido sorprender al forastero con una muerte inesperada durante su sueño nocturno. Para ello, sacrificó a un pobre esclavo que le había enviado el pueblo de los Molosos y preparó con el una comida que sirvió al dios como cena.

Zeus que había leído sus pensamientos, se levantó de la mesa furioso, elevó sus ojos al cielo e hizo caer un gran fuego vengador, destruyendo el castillo del rey. Lykaon huyó atropelladamente al campo abierto aullando de dolor, sus encendidas vestimentas se convirtieron en girones ardientes, sus brazos se transformaron en patas, y tras breves instantes, todo él quedó transformado en un lobo sediento de sangre.

Tras regresar al Olimpo decidió celebrar consejo con los demás dioses, quienes, unánimemente decidieron exterminar al género humano. Ya pensaban en derramar sobre todos los pueblos los relámpagos fabricados los Cíclopes, pero por temor a incendiar el éter del universo se dejó de lado esa idea; en lugar de ello decidieron derramar sobre la tierra una lluvia torrencial que ahogase a los mortales. Al instante tanto el viento norte como todos los otros vientos que despejan las nubes quedaron encerrados en las cuevas de Eolo, soplando sólo, y a su antojo, el viento sur. Eolo mismo voló en grandes volutas hacia la superficie de la tierra, cubriéndola con su fiera oscuridad. Sus barbas formaron espesas nubes de las cuales goteaba la lluvia. Densas nieblas cubrían su frente y de su pecho manaban imponentes chorros de agua. El viento sur cubrió el cielo, los sembradíos se doblegaron ante la tormenta, con lo cual se perdió toda esperanza al desaparecer el fruto de todo un año de trabajo. También Posseidon hermano de Zeus, vino a colaborar en las obras de destrucción; ordenando a los ríos soltar las riendas de las corrientes para que caigan sobre las casas y destruyan los diques. Posseidon mismo perforó la tierra con su tridente, abriendo el paso a las corrientes subterráneas que de esta manera alcanzaron las llanuras, cubriendo campos, arrancando árboles, casas y templos, y si en algún lugar quedaba en pie algún palacio, pronto el agua lo cubría por completo, quedando así, ocultas bajo el agua, las más altas torres de las ciudades. Al poco tiempo el mar y la tierra no podían diferenciarse. Los hombres trataban de salvarse del desastre de las formas más diversas; algunos escalaban altas montañas, otros se embarcaban en pontones, remando sobre los techos de sus casas y viñedos. Los peces quedaban atrapados y morían entre las ramas de los árboles, los jabalíes, los ciervos; todo fue alcanzado por las aguas. Pueblos enteros fueron arrasados y lo poco que se salvaba del diluvio, moría de inanición sobre las yermas cumbres rocosas.

Una de tales cumbres, compuesta por dos cúspides, asomaba por sobre las aguas en la tierra de Phokis. Era el monte Parmassos. Hacia allí se dirigió Deukalion junto a su esposa Pyrrha, quienes habían sido alertados y provistos de una barca por Prometeo, padre de Deukalion.

No se había visto jamás hombre ni mujer alguna que los supere en cualidades y en temor a los dioses. Zeus, contemplando desde el cielo su obra destructiva, la consideró cumplida; de millones de parejas humanas sólo había quedado esta, ambos inocentes, ambos dignos sucesores de la divinidad.

Entonces decidió liberar el viento norte, disolvió los negros nubarrones e hizo desaparecer la niebla, volviendo a diferenciarse el cielo de la tierra. También Posseidon, dios de los mares, bajó su tridente, ocupándose de apaciguar las corrientes. El mar retornó a sus orillas y los ríos a sus lechos. Los bosques comenzaron a mostrar las copas de los árboles cubiertas de fango, luego fueron apareciendo colinas y finalmente también las llanuras, hasta que la tierra quedó tal cual era antes del diluvio.

Deukalion miró a su alrededor, la tierra estaba devastada y envuelta en un mortal manto de silencio. Rompió a llorar y dirigiéndose a su mujer le dijo:
-¡Querida esposa, única compañera! Hasta dónde alcanzan a ver mis ojos, no puedo ver rastro de vida alguno, sólo nosotros poblamos el mundo, todos los demás han desaparecido bajo las aguas. Pero tampoco nosotros tenemos la vida asegurada, cada nube que veo asusta mi alma y aunque haya pasado todo peligro, ¿que hemos de hacer nosotros solos con esta tierra abandonada? ¡Ojalá mi padre, Prometeo, me hubiese enseñado el arte de crear la vida e infundir el alma al barro moldeado!-

Dicho esto la pareja abandonada volvió a romper en sollozos, de rodillas frente a un semidestruido altar erigido a la diosa Themis, rogando a los espíritus celestiales que se compadeciesen de ellos.
-Dinos, oh diosa, ¿de qué manera podemos recomponer nuestra raza extinta?
¡Ayuda al mundo sumergido en esta desgracia a recomponerse!-

-¡Dejad mi altar!- sonó la voz de la diosa con tono imperativo, -¡Cubrid vuestras cabezas y arrojad a vuestras espaldas los huesos de vuestra madre!-

Largo rato quedaron azorados por este incomprensible mensaje divino.

Pyrrha, dirigiéndose a la diosa, habló primero:
-¡Disculpadme, oh diosa altísima, si siento escalofríos y no cumplo con tu voluntad por no ensombrecer el recuerdo de mis padres arrojando tras de mí sus restos!-

En ese preciso momento un relámpago de lucidez iluminó la mente de Deukalion, quien calmó a su mujer diciendo:
-No temas, Pyrra, creo que lo expresado por la diosa no contiene ofensa alguna. ¡Nuestra gran madre es la tierra y sus huesos son las piedras, y son ellas, Pyrrha, las que debemos arrojar a nuestras espaldas!-

Por largo rato ambos quedaron pensando en esa posibilidad, pero finalmente se dijeron que nada había de malo en probar, y cubriendo su cabeza con parte de sus vestimentas comenzaron a arrojar piedras tras de sí, tal como les había sido ordenado.

Se produjo entonces el gran milagro. Las piedras comenzaron a perder lo pétreo de su consistencia, comenzaron a crecer, a tomar forma, y lentamente fueron apareciendo las primeras figuras humanas. Toscas, similares a las primeras obras que realiza un escultor de mármol, lo húmedo o lo arcilloso que había en las piedras se transformó en carne, lo duro y resistente en hueso. Las nervaduras en arteriolas, nervios y vasos sanguíneos. De esta manera, con la ayuda de los dioses y en poco tiempo las piedras arrojadas por el hombre se trocaban en hombres y las arrojadas por la mujer en mujeres.

La raza humana no niega éste, su origen.
Es una raza dura y útil para el trabajo, que a cada instante nos recuerda cual es la materia que la constituye y su procedencia.

Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Prometeo


Cielo y tierra ya habían sido creados. El mar se mecía entre sus orillas y en él jugueteaban los peces, por los aires trinaban los pájaros y sobre la faz de la tierra pululaban los animales; pero aún faltaba el ser, cuyo cuerpo fuese capaz de albergar el espíritu, lo cual le permitiría dominar el mundo terrenal. En ese instante de la creación llegó Prometeo, pleno de sabiduría e ingenio, descendiente de las viejas generaciones de dioses que Zeus había destronado. 

Hijo de Japeto, el hijo terrenal de Urano, Prometeo sabía que en la arcilla de la tierra dormitaba la semilla celestial, por ello tomó tierra, la mojó con agua del río, la amasó, y con la masa preparada conformó una figura a semejanza de los dioses, amos del mundo. 
Para dar vida a esta figura de arcilla con forma divina tomó las buenas y las malas cualidades de todos los animales y las encerró en su pecho. Luego pidió a su amiga celestial, Atenea, diosa de la sabiduría, quien había quedado muy impresionada observándolo, le proporcionase a la criatura el sagrado aliento de la vida.

Así fueron creados los primeros hombres que rápidamente se reprodujeron poblando la tierra. 

Sin embargo al principio, estas criaturas no sabían emplear sus nobles dones ni la chispa divina recibida: pudiendo ver estaban ciegos, pudiendo oír no escuchaban, deambulaban por doquier sin saber como aprovechar los frutos de la creación.

Les era desconocido el arte de desenterrar las piedras y construir herramientas, hacer ladrillos de adobe, fabricar tirantes con madera talada de los bosques, y construir viviendas.

Bajo la tierra, guarecidos en oscuras cuevas, estos hombres pululaban como hormigas nerviosas, sin poder reconocer con certeza, ni la florida primavera, ni el fructífero verano. Todos sus emprendimientos eran absolutamente anárquicos y en general condenados al fracaso.

Al ver su torpeza, Prometeo se apiadó y se hizo cargo de sus creaciones: les enseñó a observar la salida y puesta del sol y las estrellas, el arte de contar, la escritura de las letras. Les mostró cómo a sujetar los animales al yugo y utilizarlos aprovechando su trabajo. Acostumbró a los caballos a las riendas y al carruaje, inventó los navíos y las velas para la navegación, y respecto a viejas dolencias que aquejaban sin piedad a los hombres, se encargó de enseñarles sobre óleos curativos y el arte de la combinación de distintas sustancias naturales para tratar enfermedades o aliviar sus heridas, evitando de esta manera que muchos de ellos muriesen miserablemente. Además les enseñó el arte de la predicción, el significado de los sueños y el del vuelo de los pájaros, así como también los instruyó en cuanto a la realización de sacrificios en honor a los dioses. Por otra parte, dirigiendo su mirada hacia los confines subterráneos, los introdujo en el secreto de la obtención y utilización de minerales como el oro, la plata, el cobre, el hierro y muchos más. En resumen, inició a sus hombres en todas las artes y comodidades de la vida.


En el cielo, desde hacía mucho tiempo, reinaba Zeus y sus hijos. Éste había derrocado a Cronos, su padre, junto con toda la antigua dinastía celestial de la cual también descendía Prometeo.

Cuando la nueva generación de dioses se percató de la presencia de la población humana recientemente creada, exigieron a los hombres la debida reverencia a cambio de la protección divina que estaban dispuestos a darles en abundancia.
Se determinó una fecha para realizar una reunión en Mekone (Tesalia), donde conviven mortales e inmortales, a efectos de establecer deberes y derechos de los humanos. A esta reunión se presentó Prometeo abogando en defensa de sus hombres para evitar que los dioses se cobrasen en exceso los derechos de protección prometidos.
Fue entonces, cuando seducido por su propia inteligencia se vio tentado a engañarlos. En nombre de los humanos, sacrificó un imponente toro, trozando y repartiendo las partes en dos bultos. Uno de ellos contenía la carne, las vísceras y el tocino del animal, envueltos en el cuero, y en el otro colocó los huesos pelados, cuidadosamente envueltos en la grasa del mismo, procurando que éste último bulto fuese el de mayor tamaño.
Zeus, el padre de todos los dioses, omnisciente y consiente del engaño exclamó:

-Prometeo, hijo de Japeto. Augusto rey. ¡Que mal has repartido las partes!-
Llegado a este punto, Prometeo creyó más que nunca haberlo engañado, respondiéndole:
-¡Augusto Zeus. Mayor de los dioses eternos. Elige tú la parte que el corazón te indique!-
Zeus, enfurecido pero sin dejarlo traslucir, tomó el bulto de mayor tamaño a sabiendas de su contenido, y recién al separarlos fingió percatarse del engaño, exclamando con furia incontenible:
-¡Ya veo, hijo de Japeto, que no has olvidado el arte del engaño!- Decidiendo en ese instante vengarse de Prometeo y negar a los mortales el último bien que necesitaban para su completa civilización: el fuego.


Sin embargo también en esto supo desenvolverse el inteligente Prometeo. Tomó un largo tallo del fuerte hinojo gigante, y se acercó con él al carro solar encendiéndolo.

Con el tallo llameante descendió a la tierra y poco tiempo después flameaba la primera fogata, cuyas lenguas de fuego y pequeñas chispas, se alzaban nuevamente hacia el cielo del que provenían, anunciándole al creador la nueva insolencia de Prometeo.


Al tronador dios le dolió el alma al ver a lo lejos el luminoso brillo del fuego alzándose entre los hombres.

Inmediatamente, y para reemplazar el uso del fuego que ya no podía quitarles, pergeñó un nuevo mal para ellos: Hefesto, el dios del fuego, famoso por sus condiciones artísticas, debió crearle la imagen de una hermosa doncella, a semejanza de la mismísima Atenea, quien envidiosa de Prometeo se había vuelto en su contra.

Vistió a la imagen con un reluciente vestido blanco y cubrió su rostro con un velo que la doncella mantenía separado con las manos. Coronó su cabeza con flores frescas y le colocó una tiara de oro decorada con coloridas figuras de animales, también confeccionada con delicado arte por Hefesto.

Hermes, el mensajero celestial debió darle el habla a la hermosa figura, y Afrodita su atractivo.

De esta manera, Zeus había creado un horrible mal bajo la apariencia de hermosa una doncella, pues cada uno de los dioses inmortales la había provisto de un maléfico obsequio para los hombres.

Por nombre le puso Pandora, que significa "la dotada de todo", y una vez preparada la dejó descender a la tierra, donde dioses y mortales alternaban alegremente, e hizo que todos admiraran su extraordinaria belleza.


Inmediatamente, Pandora se encaminó a ver a Epimeteo, el más ingenuo de los hermanos de Prometeo, para entregarle el regalo de Zeus.

En vano Prometeo había advertido a su hermano que nunca recibiese regalo alguno del rey del Olimpo, y que lo devolviese de inmediato para evitar que cualquier mal cayese sobre los hombres.

Epimeteo recibió con alegría a la doncella y, tarde, cayó en cuenta del mal: la enviada llevaba como regalo de Zeus una gran caja de oro que, encandilado como estaba el olvidadizo Epimeteo, recibió con alegría. Apenas recibido el dorado obsequio, impaciente, levantó la tapa de la caja, y vió con horror que al instante y con la velocidad del rayo, comenzaron a salir de ella un sinnúmero de males hasta ese momento desconocidos para los hombres, quienes libres de toda aflicción y guiados por Prometeo, desconocían por completo el mal, los trabajos penosos, y las enfermedades tortuosas.


Sólo un bien había en el fondo de la caja: la esperanza. Pero aconsejada por Zeus, Pandora volvió a cerrarla rápidamente y para siempre, antes de que pueda escapar.

A partir de ese instante el mal invadió la tierra, el aire y el mar, en innumerables formas.

Las enfermedades comenzaron a deambular día y noche secreta y silenciosamente, pues Zeus no les había dado el don de la voz. Un cúmulo de fiebres comenzó a asediar a los hombres. Y la muerte, que antes tardaba en sobrevenir, aceleró su paso.

Luego de ello, Zeus apuntó su venganza directamente contra Prometeo, entregando al malhechor a Hefesto y sus sirvientes Krato (Fuerza) y Brio (Violencia), quienes debieron arrastrarlo a los páramos escitas y encadenarlo allí a perpetuidad a la pared rocosa del monte Cáucaso, en lo alto de un tremendo acantilado.

Hefesto cumplió a disgusto el encargo de su padre, porque en realidad, amaba al hijo de Cronos, que estaba emparentado con su bisabuelo, Urano. Expresando su pesar y ayudado por sus rudos sirvientes, ejecutó la horrible obra.

De ésta manera Prometeo fue condenado a permanecer eternamente encadenado al maldito peñasco, parado, sin dormir, sin poder doblar jamás las rodillas y debiendo soportar diariamente el acoso del águila anillada de la montaña, que por orden de Zeus, durante el día le arrancaba parte del hígado, dejando que se regenerase durante la noche.
-Muchas quejas y lamentos has de proferir,- le dijo Hefesto al dejarlo allí, -pero la voluntad de Zeus es inapelable. Y todos los que han tomado el poder recientemente son duros de corazón-

El escarmiento del prisionero debía durar eternamente, o por lo menos treinta mil años. Prometeo, sollozando y penando a gritos, dio testimonio de su gran pesar a los vientos, a las mareas, a las olas del mar, a la madre tierra y al círculo solar que todo lo ve, pero mantuvo altivo su espíritu.
-Aquel que ha aprendido a aceptar la inapelable fuerza del destino- se decía -debe saber cumplir con lo que éste le impone-


Cuando ya había estado muchos años colgando del peñasco, pasó por el lugar Hércules, quien iba camino al Jardín de las Hespérides, su  penúltimo trabajo, a robar las manzanas de oro. Al verlo colgado del Cáucaso, se apiadó de su mala estrella, decidiendo acudir en su ayuda.

Dejando en el suelo el garrote y la piel de león, tensó el arco y lanzó una certera y potente flecha que quitó del torturado Prometeo al horrible pajarraco que le comía el hígado, matándolo al instante.

Hecho esto, quitó las cadenas y llevó consigo al liberado. No obstante, y para cumplir el mandato de Zeus de dejar un reemplazante voluntario en su lugar, dejó encadenado al centauro Chirón, quien cansado de su inmortalidad tomó el lugar del héroe.

Finalmente para que no quede incumplida la pena impuesta a en cuanto al tiempo que debía permanecer encadenado a la roca, Prometeo debió llevar de allí en más un anillo de hierro que llevaba engarzada una piedra de aquella montaña.
De éste modo Zeus podía jactarse de tener a su enemigo encadenado a la montaña, tal como él mismo lo había ordenado.
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Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".

Versión: borrador avanzado.






















viernes, 1 de agosto de 2014

Las eras humanas













Los primeros hombres creados por los dioses fueron los de la llamada generación áurea, y poblaron la tierra mientras Cronos (Saturno) dominaba el cielo: despreocupados, semejantes a los dioses mismos, y desconociendo por completo el trabajo y las obligaciones. Tampoco les eran conocidas las penurias de la edad, siempre fuertes y robustos, vivían felices ajenos a todo mal. Los dioses los amaban y les proveían grandes rebaños y riquezas en inmensas praderas. Cuando debían morir, simplemente caían en un sueño profundo y eterno. Durante su vida terrena poseían todos los bienes imaginables, pues la madre tierra les proveía gratuitamente y en exceso todo tipo de frutos y materiales. Así, en paz y provistos de todo, cumplían su rutina diaria. Al terminar su vida terrenal y en virtud de lo determinado por el destino, se transformaban en piadosos dioses protectores, cuya misión era la de deambular alrededor de la tierra envueltos en una espesa capa de niebla, distribuyendo bendiciones, impartiendo justicia y vengando todo pecado.

A esta primera generación, luego de la revolución celestial encabezada por Zeus, que destronó a la antigua dinastía divina, le sucedió la generación argéntea. Estos hombres eran muy distintos a los de la generación anterior, tanto en lo corporal como en lo sentimental. Durante cien años, los niños crecían como infantes bajo el cuidado materno sin abandonar la morada paterna, y cuando al fin alcanzaban la pubertad, les quedaba sólo un breve período para vivir. Esta segunda generación humana cayó en desgracia por las acciones irresponsables propias de su inmadurez, pues al no poder sobrellevar sus males, pecaban amargamente unos contra otros. Tampoco se dignaron a honrar a los dioses ofreciendo sacrificios, por lo cual Zeus, quien detestaba que le mezquinasen la debida reverencia, decidió hacerlos desaparecer de la faz de la tierra. Aun así estos hombres no estaban exentos de virtudes como para merecer algo de gloria luego de su existencia terrenal, por lo que se les permitió deambular por la tierra en forma de demonios mortales.

Zeus, padre de todos los dioses, creó entonces una tercera generación: la generación de bronce. Esta también difería de la anterior, crueles, violentos, siempre inclinados a los negocios de la guerra, pensando en infringir el peor  de los daños al prójimo, se negaban a comer de los frutos del agro alimentándose sólo de carne animal. Su terquedad era dura cual diamante, su configuración corpórea increíblemente robusta: de sus hombros nacían cuatro brazos a los que nadie jamás debía acercarse. Sus armas así como sus viviendas eran de cerámica porque en aquel tiempo aún no se conocía el hierro. Pasaban su vida agrediéndose mutuamente, pero, así y todo, siendo tan fuertes y terribles, no podían con la negra muerte, ascendiendo a su llegada de la claridad de la luz del sol que alumbra la tierra, a la escalofriante noche del universo exterior.

Cuando también hubo desaparecido ésta generación de hombres, hijo de Cronos, creó una cuarta generación destinada a vivir sobre la fructífera tierra. Esta generación era un poco más noble y justa que la anterior y se la conoce como la generación de los heroes celestiales, también llamados semidioses. Sin embargo luego de un tiempo también ellos fueron aniquilados por la discordia y la guerra; unos ante las siete puertas de Tebas, donde luchaban por el imperio del rey Edipo, y otros en los campos de Troya a donde habían llegado en gran número por barco, atraídos por la hermosa Helena.

Cuando ésta generación concluyó su existencia, entre penurias y combates, Zeus les asignó un trono en el umbral del espacio exterior, en el océano de las islas de los bienaventurados. Allí, luego de su muerte, llevaban una existencia feliz y sin preocupaciones, con un fértil suelo que les proporcionaba tres veces al año dulcísimas frutas para su solaz.

“¡Ay! suspiraba el poeta Hesiodo que cuenta esta leyenda, “¡que daría yo por no pertenecer a ésta quinta generación de hombres, la generación ferrea, que puebla la tierra actual!"  Sus integrantes son hombres completamente perdidos. "¡Hubiese nacido antes, o después! ...pues esta generación no descansa de sus penas ni durante el día ni en la noche. A cada instante los dioses envían a los hombres terribles preocupaciones, pero la mayor plaga para su existencia son ellos mismos: no existe el afecto de padre a hijo ni de hijo a padre, el invitado odia al anfitrión, el compañero al compañero, no existe el amor fraterno entre hermanos de antaño. A las mismísimas canas de los ancianos se les niega el respeto, debiendo estos soportar comentarios ignominiosos y malos tratos.

¡Hombres crueles! ¿Es que no pensáis en el juicio celestial, en el que seréis juzgados por la falta de agradecimiento y por no reconocer el cuidado a vosotros prodigado por vuestros ancianos y desgastados ancestros?

En todas partes se impone la fuerza, la violencia urbana los pone uno contra otro. No es premiado aquel que jura la verdad, es justo y bienhechor, sino al que obra mal, al despreciable malhechor.

La virtud, la moderación, ya no tienen valor, el malvado puede herir al más noble, puede emitir palabras falsas y engañosas y cometer perjurio. Por ésta razón, éstos hombres son infelices en grado sumo. Los persigue su espíritu dañino, su animosidad y se miran entre sí con gesto envidioso. Las diosas de la vergüenza y la santa timidez, que aún habían sido vistas sobre la faz de la tierra, han envuelto sus hermosos cuerpos en sus etéreas vestimentas blancas y han abandonado al hombre para siempre, volviendo a buscar refugio en la morada de los dioses eternos.


Bajo el cuerpo mortal del hombre sólo queda la triste miseria.

No puede esperarse salvación a este tramando mal.


Traducido del original "Sagen des Klassischen Altertums" de Gustav Schwab (1792 - 1850). Edición en un tomo de 1960 de la "Deutsche Buch-Gemeinschaft".

miércoles, 11 de junio de 2014

Punto de partida - Cariátides

¡Cómo empezar, sino desde el comienzo de la historia!
También aquí, en Buenos Aires, tenemos nuestros atlantes y sus contrafiguras femeninas, las cariátides, presentes desde hace 2.400 años en la Acrópolis ateniense.
Generalmente se presentan por separado en algunos frontispicios de la ciudad, por un lado ellos, por otro ellas. 
En Museo del Parque Saavedra los tenemos a ambos, en férrea pareja, obra del escultor Aurelio Macchi, cumpliendo lo encomendado por Zeus al comienzo de los tiempos: Mantener la tierra, separada de los cielos.