martes, 18 de noviembre de 2014

Jo

Inajos, el antiguo rey de los Pelasgos, tenía una hija bellísima cuyo nombre era Jo. Sobre ella había caído la penetrante mirada de Zeus, rey del Olimpo, en ocasión de encontrarse la joven cuidando los rebaños de su padre en el valle de Lerma. El dios quedó sobrecogido por su belleza y acercándose, intentó seducirla con palabras tentadoras.
-¡Oh, doncella!- le dijo, -ha de ser muy feliz quien llegue a poseerte. Pero ningún mortal tiene el valor que tú mereces, pues deberías ser la prometida de algún dios. Entérate entonces: ¡Yo soy Zeus!
No huyas de mí, el sol del mediodía es abrasador, ven conmigo a aquel bosque que nos espera con su frescura. No temas a los salvajes animales que lo habitan pues estoy contigo para protegerte, ¡yo! el dios que tiene el cetro de los cielos, el que envía los zigzagueantes rayos a la faz de la tierra-.
Así y todo, Jo trató de huir del seductor a paso acelerado, y hubiese logrado escapar, si el dios, abusando de sus poderes, no hubiese sumergido toda la región en un espeso manto de niebla que que se formó repentinamente en derredor de la muchacha e que hizo que ésta, temiendo caer a un río o tropezar con una roca, cayese en poder del dios.
Hera, esposa y hermana de Zeus, y madre de los demás dioses, estaba acostumbrada a las infidelidades de su esposo y hermano quien la engañaba una y otra vez, tanto con las hijas de los semidioses, como con las hijas de los humanos. Por ello, sin poder refrenar sus temores y sus celos, acostumbraba a observar con atenta desconfianza los pasos de su esposo cuando bajaba a la tierra. Así también en aquel momento se encontraba observando la zona donde el dios vagaba sin su autorización, cuando con gran asombro vio como, en determinado lugar, en pleno día, se producía un extraño oscurecimiento debido a un manto de niebla, y como éste no provenía de un río, ni de tierras húmedas, ni otras causas naturales, inmediatamente concluyó que la circunstancia no podí ser otra cosa que una artimaña perpetrada por su infiel consorte.
Miró en derredor suyo, y no lo encontró en el Olimpo.
-O mucho me equivoco,- se dijo enojada consigo misma, -o mi esposo me vuelve a engañar vilmente.-
Montada en una nube, bajó desde el éter a la tierra y se dispuso a despejar la niebla con la cual el raptor tenía apresada a su víctima. Zeus, que había presentido la llegada de su esposa, y para proteger a su amada de un cruel e inevitable castigo, convirtió a la bella hija de Inajos en una hermosa vaca, blanca como la nieve. Así y todo, convertida en un animal, la pobre Jo seguía siendo hermosa.
Hera, percatada de la argucia de su marido y fingiendo no saber nada sobre sus andanzas, admiró largo rato al animal, preguntando por su raza, a quién pertenecía, de qué cabaña era. Zeus, en el apuro y para evitar nuevas preguntas, contestó con mentiras, diciendo que la vaca provenía de la tierra y que no tenía dueño. Hera se dio por satisfecha con esta respuesta, pero pidió a su esposo que le regalase el hermoso animal.
Qué podía hacer el timador timado? Si entregaba la vaca, perdía a su amada. Si la negaba sólo lograba acentuar la desconfianza de su mujer, la cual inmediatamente enviaría sus maldiciones sobre la pobre infeliz. Entonces decidió perder por el momento a la doncella y se la obsequió a su esposa. Hera aparentemente feliz con el obsequio le colocó una cinta al cuello y se la llevó. Sin embargo esta acción no conformaba a la diosa, quien no descansó hasta dejar a la concubina de su esposo bajo mayor protección. Para ello llamó a Argos, el hijo mayor de Arestor, un monstruo que le pareció especialmente apropiado para este fin, dado que Argos tenía una cabeza con cien ojos, de los cuales daba descanso sólo a unos pocos alternativamente, mientras los restantes, distribuidos como estrellas centelleantes tanto en la frente como en la nuca, no dejaban de vigilar. Hera encomendó la misión de vigilar a la pobre Jo para que su infiel esposo no pudiese rescatarla. Bajo la atenta mirada de sus cien ojos, Jo podía pacer apaciblemente sobre las fértiles praderas; Argos siempre estaba en las

cercanías y sea donde fuere el lugar en el que estuviese, podía ver al objeto de su misión. Aún al darse vuelta tenía a Jo frente a sus atentos ojos.
Amargas hierbas y ligustros fueron el único alimento de la pobre condenada, su cama fue el

duro suelo que no siempre estaba cubierto de paja; su bebida, el agua de fangosos charcos. Jo a menudo olvidaba que no era humana; ya quería elevar sus brazos pidiendo clemencia a Argos, viendo espantada que en lugar de brazos sus patas animales no le respondían, ya quería ablandar su corazón con palabras suplicantes pero al abrir la boca se horrorizaba al escuchar su propia voz transformada en mugido. Por otra parte Argos por expresa instrucción de Hera, no la mantenía siempre en el mismo lugar, dado que así quería asegurar aún más la separación definitiva. Por esta razón su guardián la llevaba de país en país, y fue así como también llegó a su patria, a orillas del río en el cual tantas veces había jugado de niña.
Y fue allí donde vio por primera vez su figura reflejada en el agua. Cuando vio su cabeza de animal con gran cornamenta huyó espantada de sí misma. Un rapto de nostalgia la llevó al

lugar donde estaban sus hermanas y su padre Inajos, pero no la podían reconocer; Inajos acariciaba al hermoso animal alcanzándole hojas para comer que arrancaba de unos arbustos próximos. Jo lamía agradecida su mano, mojándola con lágrimas humanas, pero el anciano no sabía por quien era mimado.
Finalmente Jo, a quien a pesar de la transformación había mantenido su inteligencia humana, tuvo una idea feliz; comenzó a garabatear letras con su pata sobre el suelo polvoriento, atrayendo así la atención de su padre, quien pronto leyó azorado la historia que contaba del triste destino de su hija.
-¡Pobre de mí!- exclamó el anciano al advertir la realidad, colgándose de la cornamenta y del pescuezo de la suplicante Jo ¡En este estrado debo reencontrarte. A ti, a la que he buscado por todas partes. ¡Pobre de ti y de mí, me dabas menos pena cuando te buscaba, que ahora que te he hallado! ¡Y tú callas, no puedes darme una palabra de aliento, sólo puedes contestarme con un triste mugido! Estúpido de mí, que en algún tiempo sólo pensaba en encontrarte un marido obsesionado por tu matrimonio y la antorcha marital. ¡Ahora eres una más de la manada!-.
Argos, el temible cuidador, no dejó terminar al quejoso viejo, arrancó a Jo de sus brazos y la llevó a otras praderas más solitarias, donde escaló una colina desde la cual podía vigilar atentamente en todas direcciones.
Pronto Zeus mismo ya no pudo soportar el tormento de ver en ese estado a la hija de Inajos. Llamó a su querido hijo Hermes y le ordenó utilizar alguna de sus argucias para enceguecer los ojos del odioso cancerbero. Hermes, con sus alados pies, tomó su vara adormecedora, se colocó el casco y así ataviado viajó desde el palacio paterno a la tierra. Allí se quitó el casco y los grilletes alados de los pies, quedándose sólo con el Srinx.
Así se presentó ante un pastor, atrajo las cabras a su alrededor y las llevó a pacer a las lejanas praderas en las cuales estaban Jo y Argos. Llegado al lugar tomó el Srinx y comenzó a ejecutarlo como jamás pastor alguno lo había hecho.
Al percibir de esa inusual melodía el siervo de Hera se levantó de su asiento en la roca y llamó hacia abajo diciendo:

-¡Quienquiera sea, bienvenido seas flautista! Podrías venir a descansar aquí, conmigo, a este mirador. En ningún lugar hay pasturas mejores para el ganado que en esta zona, y podrás comprobar que agradable es para el pastor la sombra de estos árboles.-

Hermes agradeció la invitación a su anfitrión subió junto a él, y pronto entró en amena conversación, de manera que el día pasó antes de que Argos pudiese darse cuenta. Pronto comenzaron a cerrársele los ojos y Hermes volvió a tomar su instrumento, tentando su mejor melodía para dormir al carcelero. Pero Argos, pensando en la furia de Hera si perdiese a su prisionera, luchaba contra el sueño y aunque la somnolencia se apoderaba de algunos de sus ojos, otros se mantenían siempre en estado de alerta. Así continuó la tertulia, hasta que Argos

preguntó a Hermes sobre el origen del Srinx.
-Te lo explicaré gustoso- respondió Hermes, -si tienes en esta hora tardía de la noche la suficiente paciencia y atención para escuchar mi relato.-, y comenzó a contar:

-En las nevadas montañas de Arkadia, vivía una hermosa hamadriada cuyo nombre era Srinx. Los dioses del bosque y Satyrn encantados por su belleza, desde hacía mucho tiempo la perseguían con ahínco, pero la esplendorosa ninfa siempre había logrado escabullirse, pues había decidido huir del yugo matrimonial. Amante de la caza y ataviada como Arthemisa, quería permanecer como ésta en estado virginal. Con el tiempo, también el dios Pan se enteró de la existencia de la ninfa, se le acercó, e intentó seducirla acosándola, consciente de su alta investidura. Sin embargo desoyendo sus palabras, la Srinx huyó de él atravesando la espesura y llegando finalmente a orillas del río Ladon, cuyas aguas eran lo suficientemente profundas como para impedirle el paso. Allí conjuró a sus hermanas, las otras ninfas, para que la convirtiesen en cualquier otra cosa, con tal de escapar al dios que la perseguía. En ese mismo instante llegó Pan y abrazó a la titubeante doncella a orillas del arenoso río. Pero cuál sería su sorpresa al constatar que lo que tenía entre sus brazos sólo era una avara de caña, en la que la ninfa había sido convertida.

Sus suspiros pasaban por la caña amplificándose y resonando en la boquilla. La magia de éste sonido consolaba al frustrado Pan, quien exclamó, con dolorosa alegría, que así su unión a ella sería eterna. Tomó la caña y la cortó en tramos de distintas longitudes, los que unió entre sí con cera llamando al instrumento como la virtuosa hamadriada: SRINX.
Así fue como el mensajero de los dioses contó la historia del Srinx, mientras el guardián de los cien ojos tenía constantemente bajo su control a la pobre Jo. Pero al llegar al final, dominados por el cansancio, un ojo tras otro se fueron escondiendo bajo los párpados, hasta que los cien hubieron caído en una inevitable somnolencia. Entonces Hermes tomó su vara adormecedora y tocó con ella cada uno de los ojos del monstruo profundizando así su sueño, y cuando Argos se hubo dormido profundamente, de un rápido y certero golpe en el cuello con la hoz que extrajo de entre sus vestimentas, decapitó a la bestia, cuya cabeza y tronco cayeron por la colina tiñendo las rocas con un río de sangre.
Ahora Jo que estaba libre, aunque sin transformar, huyó del lugar a toda prisa. Pero nada de lo ocurrido escapaba a los ojos de Hera, quien desde el Olimpo pensó en un nuevo tormento para su contendiente, enviándole un tábano que mediante sus picaduras martirizó hasta la locura a la pobre Jo. Este martirio la llevó a huir, escapando del insecto, por todas las tierras conocidas: pasó por las tierras de los Skythen en el Cáucaso, por el pueblo de las Amazonas, por el istmo de Kimmer y el mar Maeotico. Luego cruzó a Asia y finalmente luego de una larga y penosa carrera llegó a Egipto.
Llegada a orillas del Nilo, Jo cayó sobre sus rodillas delanteras, levantó sus ojos al cielo, clavando su mirada llena de odio en el Olimpo, donde habitaba quien la había sumido en semejante infierno. Zeus sintió inmensa pena al ver semejante espectáculo por él provocado. Urgió a ver a su esposa, la abrazó e imploró misericordia para con la pobre muchacha inocente de toda culpa, jurándole por las eternas aguas subterráneas por las que juran los dioses, dejar su debilidad desde ese momento y para siempre. Mientras Hera escuchaba a su esposo, el suplicante lamento de Jo llegaba desde la tierra. Esto hizo que finalmente su corazón se ablandase, otorgándole a su consorte los poderes necesarios para devolver su forma humana a la pobre bestia transformada.
Rápidamente Zeus bajó a la tierra del Nilo. Allí acarició suavemente el lomo de la vaca produciendo el milagro de la transformación. Desaparecieron los cuernos y cola, los ojos se achicaron, la trompa se fue transformando en boca, aparecieron los hombros, los brazos y en pocos instantes, nada quedó de la vaca sino su inmaculado color blanco. Con su figura completamente transformada. Jo se levantó del suelo y se irguió radiante de belleza.
Junto al Nilo, Jo le dio a Zeus un hijo llamado Ephapos, y dado que el la gente del lugar le rendía pleitesía por su milagrosa transformación, reinó durante muchos años con firmeza y dignidad aquellos pueblos. Sin embargo, no quedó del todo protegida del odio de Hera, pues esta incitó al pueblo de los Kuretos a raptar a su hijo Ephapos y nuevamente Jo debió emprender una dolorosa peregrinación en busca del hijo raptado. Finalmente, y luego de que Zeus hubo fulminado con un rayo a los kuretos, regresó con su hijo a Egipto y lo dejó reinar a su lado.
Ephapos se unió en matrimonio con Memphis, y esta le dio una hija, Lybia, del cual tomó su nombre la tierra y el pueblo de los lybios. Luego de su muerte, madre e hijo fueron honrados eternamente como dioses: el como Apis y ella como Isis, construyéndole el pueblo sendos templos en su honor.

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